Paul Auster, en su casa en Brooklyn, Nueva York. Foto: Timothy Fadek / Corbis (Getty Images)
Paul Auster, en su casa en Brooklyn, Nueva York. Foto: Timothy Fadek / Corbis (Getty Images)

Fuera de Juego

Paul Auster, el gran fabulador del azar

Meses después de anunciar que le habían diagnosticado un cáncer de pulmón, el novelista Paul Auster, mago del azar y gran ilusionista de las letras estadounidenses, falleció el martes, 30 de abril, en su casa de Brooklyn. Tenía 77 años, una quincena de novelas y toda una vida dedicada al arte de fabular las encrucijadas del destino.

A Paul Auster (1947-2024) le gusta, le gustaba, decir que circulaban por el mundo dos versiones de sí mismo: el que se manchaba las manos para retorcerle el brazo a la ficción y el que, acto seguido, se arremangaba para lavar los platos. Dos caras de una misma moneda que cayó de canto hace más de sesenta años y así se quedó, ladeada e indecisa, mientras las palabras se multiplicaban a su alrededor. Todo empezó, solía decir Auster, en julio de 1961, cuando un rayo impactó a su lado y atravesó a un compañero de acampada, que murió al instante electrocutado. Tenía 14 años y, aunque se libró de milagro, de alguna manera aquella experiencia se le quedó pegada a la piel e irradió toda su vida y su obra. Porque aquel rayo acabaría cayendo no dos veces, sino doscientas mil en el mismo sitio. “Esa experiencia de estar al lado de un chaval que murió por un rayo cambió mi vida. Pienso en ello cada día y nunca desaparecerá. Fue mi primera gran lección en lo caprichoso de la vida, como todo puede cambiar en un parpadeo”, recordaría el escritor estadounidense, fallecido el martes 30 de abril en su casa de Brooklyn a los 77 años, meses después de que le fuese diagnosticado un cáncer de pulmón.

El azar fue, desde entonces, una obsesión; la bandera de una fortaleza narrativa que Auster construyó a base de telefonazos a destiempo, destinos entrelazados, caídas domésticas, misteriosos cómicos en sesión de madrugada, encuentros casuales en el Cosmic Diner, héroes accidentales con nombre de aventurero, jugadores de póquer y millonarios aterradores. “He pasado mi vida conversando con personas que nunca he visto, con personas que nunca conoceré, y espero continuar hasta el día en que deje de respirar”, dejó dicho tras recoger en 2006 el premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Amante de las bolas curvas del destino y de los tropiezos que este desencadenaba, Auster se entregó con denuedo a capturar y documentar los parpadeos de la vida desde que se estrenó en 1982 con “La invención de la soledad” (1982; Edhasa, 1990), novela que empezó a escribir justo después de saber que su padre había muerto. Antes de eso, su vida ya había dado un vuelco genuinamente austeriano cuando se enteró por casualidad, vuelo transatlántico y lazos familiares mediante, que su abuela había matado a su abuelo de un disparo en 1919, una tragedia familiar que también permeó su estreno literario.

Mi vida no es más interesante que la del resto de la gente, pero me utilizo a mí mismo como ejemplo de la humanidad, como quien observa una rata en un laboratorio”, acostumbraba a explicar Auster, eterno fabulador de sí mismo y narrador capaz de desdoblarse y multiplicarse en personajes memorables como Daniel Quinn (“La trilogía de Nueva York”), Marcos Stanley Fogg (“El Palacio de la Luna”), Jim Nashe (“La música del azar”), el profesor S. T. Baumgartner (“Baumgartner”) o David Zimmer (“El libro de las ilusiones”). Casi siempre escritores, la mayoría de ellos tocados, hundidos y abandonados, con los que Auster parecía entregarse al eterno juego de desovillar el destino para explorar versiones alternativas mecidas por la suave música de la casualidad.

Paul Auster, con “La música del azar” en sus manos. Foto: Eric Robert / Sygma (Getty Images)
Paul Auster, con “La música del azar” en sus manos. Foto: Eric Robert / Sygma (Getty Images)
Una búsqueda constante que el joven Paul ya había puesto en práctica años antes, cuando se saltó la graduación del instituto para viajar por primera vez a Europa, perdió diez kilos en dos meses y medio y acabó en Dublín, seducido por los cantos de sirena de James Joyce y su “Ulises” (1922). En Irlanda, decía, vivió una de sus grandes epifanías. “Algo importante me ocurrió allí, pero nunca he logrado determinar exactamente lo que fue. Algo horrible, supongo, un encuentro fascinante con lo más hondo de mi ser, como si en la soledad de aquellos días hubiera atisbado en las tinieblas y me hubiese visto por primera vez”, evocaría años más tarde.

Sea lo que fuese que le pasase, Auster lo convirtió en petróleo. Literalmente: tras acabar sus estudios en Columbia se enroló en el petrolero Esso Florence durante unos meses; luego vendrían los trabajos, sí, azarosos, como guardés en un finca de la Provenza, único empleado de la editorial Ex Libris, corrector de manuscritos o creador del juego “Béisbol en acción”. Y a partir ahí armó una carrera literaria en la que confluyeron las dosis justas de mitología americana, atrevimiento posmoderno, autobiografía camuflada de ficción y pasión fabuladora.

En ese laberíntico juego de espejos metaficcional nacieron algunos de sus mejores títulos de los ochenta y los noventa, con “La trilogía de Nueva York” (1985-1986; Júcar, 1988 / Anagrama, 1996), “El país de las últimas cosas” (1987; Anagrama, 1994); “El Palacio de la Luna” (1989; Anagrama, 1990); “La música del azar” (1990; Anagrama, 1991) y “Leviatán” (1992; Anagrama, 1993) como fundamentos de los que sería la austermania. A saber: devoción por clásicos como Nathaniel Hawthorne, deconstrucción de géneros y exploración de la identidad. Fábulas posmodernas, novelas de ideas accesibles y el ser humano como una cascarilla a merced de la corriente.

Nacido el 3 de febrero de 1947 en Newark (New Jersey) en el seno de una familia de clase media –“mi padre era avaro; mi madre pródiga”, diría–, Paul Auster fue, como le recordaban ayer casi todos los obituarios, uno de los más grandes. Un gigante de las letras estadounidenses que empezó anhelando ser poeta y acabó tocando casi todos los palos. Porque, además de novelista, fue también un brillante ensayista, autor teatral, intelectual comprometido con la libertad de expresión, guionista y director de cine.

Su pasión por el séptimo arte ya le había llevado a probar suerte, a finales de los sesenta, en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía de París, pero el romance no cristalizó hasta los años noventa, cuando firmó el guion de la adaptación de “La música del azar” que Philip Haas hizo en 1993 y colaboró con Wayne Wang para llevar a la gran pantalla “Smoke” (1995) y “Blue In The Face” (1995), dos hits del cine indie de finales del siglo XX. Con “Lulu On The Bridge” (1998) se estrenó en solitario como director, ejercicio que repetiría en 2007 con “La vida interior de Martin Frost”. “El ser humano necesita las historias tanto como el comer y, sea cual sea la forma en que se presenten, en la página impresa o en la pantalla de televisión, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas”, llegó a decir para explicar una incontinencia creativa y narrativa que se traduce en una quincena larga de novelas, diez libros de memorias y cinco películas.

Paul Auster (guionista), Harvey Keitel (actor) y Wayne Wang (director) en el rodaje de “Smoke” (1995).
Paul Auster (guionista), Harvey Keitel (actor) y Wayne Wang (director) en el rodaje de “Smoke” (1995).

La segunda vida de Auster como novelista de masas comenzó con “El libro de las ilusiones” (2002; Anagrama, 2003), uno de esos acertijos marca de la casa con el que recuperó la magia tras una época de desvelos cinematográficos y experimentos con la no ficción como “A salto de mata. Crónica de un fracaso precoz” (1997; Anagrama, 1998) y “Creía que mi padre era Dios. Relatos verídicos de la vida americana” (2001; Anagrama, 2002). Llegaron entonces los años de “La noche del oráculo” (2003; Anagrama, 2004), “Brooklyn Follies” (2006; Anagrama, 2006, “Invisible” (2009; Anagrama, 2009) y “Sunset Park” (2010; Anagrama, 2010), novelas populares que, sin embargo, empezaron a acercarle peligrosamente a la fórmula. Al piloto automático. “Lo que escribo ahora es cada vez más desalentador”, dijo en 2012, justo después de hacer inventario de achaques físicos en “Diario de invierno” (2012; Anagrama, 2012) e imaginarse por primera vez la posibilidad de dejar de escribir.

Se produjo también entonces el Gran Cisma Editorial: Auster, autor de Anagrama desde casi sus comienzos, vendió los derechos de la ediciones de bolsillo de sus libros a Seix Barral, sello que en 2017 se quedaría también con las novedades de Auster y su esposa, la escritora Siri Hustved. En una carta enviada al editor Jorge Herralde en 2011, el novelista intentó explicarse: “Estoy a punto de cumplir 65 años, no sé cuántos libros más seré capaz de escribir y el dinero me proporciona cierta tranquilidad con respecto a garantizar el futuro para Siri y Sophie cuando yo ya no sea capaz de ganar tanto como he ganado en el pasado”.

El final, parecía intuir Auster, estaba cerca, pero lo que se dibujaba en el horizonte era una majestuosa resurrección. Porque cuando ya se le empezaba a dar por perdido, entregó la colosal “4 3 2 1” (2017; Seix Barral, 2017; mejor libro del año en Rockdelux), su obra más ambiciosa y un apasionante recorrido por la segunda mitad del siglo XX. Un Auster en estado de gracia que, tras los ensayos “La llama inmortal de Stephen Crane” (2021; Seix Barral, 2021) y “Un país bañado en sangre” (2023; Seix Barral, 2023), aún nos daría una última alegría en forma de “Baumgartner” (2023; Seix Barral, 2024), un luminoso y vodevilesco destilado de las esencias con el que se ha despedido de la vida exactamente como quería: conversando con personas que nunca había visto ni conocido hasta el día que dejó de respirar.

“Y así, con el viento en la cara y la sangre aún rezumando de la herida en la frente, nuestro héroe se dirige en busca de ayuda, y cuando llega a la primera casa y llama a la puerta, empieza el último capítulo de la historia de S. T. Baumgartner”, leemos al final de esta última novela que Auster, convertido en uno de sus personajes, acabó de escribir cuando le diagnosticaron el cáncer y poco después de las trágicas muertes de su nieta de diez meses y de su hijo Daniel. “La vida se convierte en muerte, y es como si la muerte hubiese sido dueña de la vida durante toda su existencia. Muerte sin previo aviso, o sea, la vida que se detiene. Y puede detenerse en cualquier momento”, como escribió en las primeras páginas de “La invención de la soledad”. ∎

El universo Auster en cinco novelas

“La trilogía de Nueva York”
(1985-1986; Júcar, 1988 / Anagrama, 1996)

Una llamada en mitad de la noche, un número equivocado y un escritor de novelas policíacas convertido en investigador accidental. Oficialmente, Paul Auster se estrenó en 1982 con “La invención de la soledad” (1982; Anagrama, 1994), pero fue “La trilogía de Nueva York”, compuesta por las novelas “La ciudad de cristal” (1985), “Fantasmas” (1986) y “La habitación cerrada” (1986)las tres publicadas originalmente en España por Júcar en 1988; Anagrama las ensambló en un único volumen en 1996–, lo que lo situó en la cúspide de las letras americanas. Todo lo que vendría después ya está aquí, enredado en las páginas de estos thrillers metafísicos, claustrofóbicos y posmodernos con los que Auster tensa los límites de la realidad, explora la ciudad como selva urbana y centrifuga la novela negra mientras inventa nuevas metas para los mismos puntos de partida de siempre.

“El Palacio de la Luna”
(1989; Anagrama, 1990)

Un impecable ejercicio de estilo a cuenta del folletín, la novela de aventuras del siglo XIX y el relato de iniciación, y la memorable epopeya de Marco Stanley Fogg, uno de los mejores personajes salidos de la cabeza del escritor americano. Un joven que orilla los abismos de la locura y la indigencia hasta que Auster lo convierte en brújula de sí mismo y en mecanismo narrativo para explorar la paternidad, la forja del carácter y las máscaras con las que todos cargamos. “Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara ahí”, leemos en la primera página. El viaje, avisados están, será memorable.

“Leviatán”
(1992; Anagrama, 1993)

Podría haber sido “La música del azar” (1990; Anagrama, 1991) o “Brooklyn Follies” (2006; Anagrama, 2006), favoritos por aclamación popular, pero sí aparece aquí “Leviatán” es por ese arranque bombástico (“Hace seis días un hombre voló en pedazos el borde de una carretera en el norte de Wisconsin”), por la dedicatoria a Don DeLillo y, claro, porque ahonda de forma magistral en las novelas dentro de otras novelas, la literatura como juego de espejos y Auster como mano que maneja con soltura las matrioskas. La novela es la biografía del fallecido Benjamin Sachs, veterano de Vietnam y novelista de culto cuya vida rememora su amigo Peter Aaron. El Auster más elegante y depurado, el fabulador capaz de encadenar historias sin descanso, sublimando sus dotes como narrador.

“El libro de las ilusiones”
(2002; Anagrama, 2003)

Otro ejemplo perfecto de ingeniería austeriana y una de las novelas preferidas de sus lectores españoles. Quizá porque “El libro de las ilusiones” es, con ese protagonista zarandeado por la vida, el misterio que rodea a la vida del actor de cine mudo Hector Mann y los métodos detectivescos aplicados a la propia vida, una hermosa y misteriosa tragicomedia en la que Auster mapea los laberintos de la memoria y la identidad y anuda dos de sus temas favoritos: el cine y la imprevisibilidad del azar. Al frente de todo, David Zimmer, un profesor de literatura de Vermont que vive en una nebulosa de alcohol y culpabilidad desde que su mujer y sus hijos murieron en un accidente de aviación y al que solo consigue sacar de su agujero un ignoto actor de los años veinte del siglo pasado.

“4 3 2 1”
(2017; Seix Barral, 2017)

En el ocaso de su vida, cuando parecía que lo mejor era ya parte del pasado, Auster sorprendió con su obra más ambiciosa y monumental: casi mil páginas para pasar revista al siglo XX, derribar cualquier convención espaciotemporal y multiplicar por cuatro a su protagonista, Archie Ferguson, personaje de identidad variable según el camino que tome la narración y algo así como un alter ego del propio Auster que parece responder metódica y compulsivamente a todos los “¿y si?” que el escritor le formula. Todo, claro, bajo la atenta mirada del azar, las leyes no escritas de la novela de iniciación a la inversa y ese destino que llevó al autor de “El país de las últimas cosas” (1987; Anagrama, 1994) a encontrarse con su “Moby Dick” casi al final del camino. ∎

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