“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”: el arte de irse por las ramas.
“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”: el arte de irse por las ramas.

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“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”: la belleza de irse por las ramas

Tras su exitoso paso por los festivales de Berlín y Sevilla, donde se llevó el premio a la mejor fotografía, ha llegado a los cines “¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”, segundo largometraje del georgiano Alexandre Koberidze que, amén de una singular historia de amor, es también una celebración de los alrededores, de la felicidad de las anotaciones al margen y la posibilidad de demorarnos en los lugares que amamos.

Uno.

Una mañana de sábado, despiertas algo apesadumbrado en una ciudad que no es la tuya, donde estás cubriendo un festival de cine. Temes haber perdido en algún lugar un manojo de ocho llaves, algunas de ellas bastante caras de replicar. La luz del sol y una oportuna llamada de teléfono, que te informa de que en realidad te dejaste las llaves en casa, presagian que va a ser un buen día, mejor que el anterior. Una singular película georgiana de dos horas y media, que inicialmente no pretendías ver, hará el resto: al salir de la sala, justo a la hora de comer, una felicidad quizá fugaz pero definitivamente palpable permea tus sentidos.

Un cine soñado.
Un cine soñado.

Dos.

La ciudad es Sevilla, cuyos noviembres son siempre cálidos y acogedores, y la película es “¿Qué vemos cuando miramos al cielo?” (2021; estrenada en España el pasado 5 de enero), el segundo largometraje de Alexandre Koberidze, que hizo doblete en el Festival de Cine Europeo actuando en “Bloodsuckers. A Marxist Vampire Comedy” (2021), de su amigo Julian Radlmaier. El filme de Koberidze, que debutó con “Let The Summer Never Come Again” (2017), arranca al tiempo que los niños salen del colegio, y será frente a su entrada donde se topen por vez primera sus dos protagonistas, pero antes podemos advertir un detalle: uno de los muchachos a los que vemos brevemente charlando, jugando con un perro o reuniéndose con sus padres lleva una mochila de la franquicia Marvel. Aunque esta circunstancia sea del todo fortuita, podemos optar por leerla a modo de irónica constatación de que nos estamos adentrando en un universo cinematográfico sensiblemente distinto del que conforman las aparatosas sagas superheroicas que, de un tiempo a esta parte, se han vuelto omnipresentes no solo en la cartelera, sino también, a través de sus tentáculos seriales, en las plataformas de streaming.

Una desconcertante maldición hará que los devenires de Giorgi y Lisa, que parecían llamados a confluir en un amor relámpago, deban bifurcarse por un tiempo. Y en el preciso instante en que sus rostros empiezan a mutar por obra de esta magia inexplicable, privándoles de reconocerse el uno a la otra en la cita que tienen al día siguiente, una serie de intertítulos en la pantalla nos piden que hagamos algo. Un gesto mínimo, irrisorio, que no requiere apenas esfuerzo. Tan solo se nos interpelará así una vez a lo largo del filme; puede que algún cínico o los que no estén por dejarse ir de buenas a primeras arqueen la ceja o se hagan los suecos. Pero hay algo intrínsecamente hermoso en el hecho de que un cineasta, una película, solicite nuestra confianza de esta forma. Esta filigrana, que no deja de ser una insólita figura de montaje, es también indicativa de una placentera voluntad de juego que nos permite emparentar a Koberidze con algunos directores contemporáneos que, partiendo en ocasiones de tradiciones y motivos clásicos, los hacen suyos involucrando al espectador en narraciones donde puede ocurrir cualquier cosa.

La luz del cine de Alexandre Koberidze.
La luz del cine de Alexandre Koberidze.

Tres.

En varias entrevistas, el mismo Alexandre Koberidze ha dicho que imaginó inicialmente la película como una especie de “comedia muda”. Asimismo, es posible reconocer la huella de su compatriota Otar Iosseliani en su forma de concebir el espacio urbano como un lugar en el que las intersecciones entre personas –sin olvidarnos de los perros y de algunos objetos inanimados– tienden a lo inesperado. El cineasta también ha manifestado su admiración por Abbas Kiarostami o por Nanni Moretti, de los que hereda un nada acomplejado humanismo, y su adscripción a la tradición del realismo mágico salpicado de humor absurdo puede hacernos pensar en el cine de Miguel Gomes.

Puede que “Diarios de Otsoga” (2021), que el portugués firmó a cuatro manos con su compañera Maureen Fazendeiro y también pudo verse en Sevilla, sea a primera vista una película bien distinta a “¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”. Sin embargo, comparten una saludable tendencia a irse por las ramas que es tanto metafórica como literal: ambos filmes abrazan con alegría el exterior, los rayos del sol acariciando las hojas de los árboles, algo que podría explicarse en parte por el hecho de que la pandemia de la COVID-19 sobrevolara su realización. Koberidze tuvo todo el tiempo del mundo para montar su película durante el primer confinamiento, mientras que la de Gomes y Fazendeiro surgió como una respuesta al mismo.

El filme de Koberidze se abre con una cita del escritor georgiano Rezo Cheishvili, cuya obra, desconocida en España, glosó ampliamente las costumbres y los lugares de las gentes de Kutaisi, la capital histórica de Georgia. Entre sus terrazas y los puentes que permiten cruzar a lado y lado del río Rioni discurre una película cuya filiación literaria, a contrapelo de cierto cine mayoritario que hoy parece decidido a arrinconarla, la acerca a las inabarcables aventuras que propone el argentino Mariano Llinás. La voz en off del mismo Koberidze, que empieza haciendo las veces de narrador de este cuento estival, incorpora a medida que avanza una reflexión sobre la necesidad vital de contar historias que remite a algunos tramos de “La flor”, el baúl del tesoro en seis episodios que Llinás estrenó en 2018.

La pausa y los destellos.
La pausa y los destellos.

Cuatro.

La ciudad fue Sevilla y también fue, durante esas dos horas y media, Kutaisi. Sus puentes, sus estatuas, los bares desde donde humanos y animales siguen una ficticia Copa del Mundo como si nada más importara o los patios donde los niños persiguen un balón: lo hacen, en una secuencia que quizá podamos considerar el corazón de la película, mecidos por “Un’estate italiana”, la canción oficial del Mundial de Italia’90, escrita por Gianna Nannini y Edoardo Bennato adaptando el original en inglés de Giorgio Moroder y Tom Whitlock (“To Be Number One”). “Ya nadie recuerda por qué la gente empezó a venir aquí en primer lugar”, se lamenta la voz en off de Koberidze a propósito de uno de los bares que nos muestra. Su película es una celebración del instante, de la luz, de lo pasajero y lo inaudito, de las historias y sobre todo de sus alrededores, pero también es una carta de amor a una ciudad filmada con toda la intención de protegerla del olvido, aunque lo que quede no sean otra cosa que retazos. La dichosa maldición logró, cuando menos, resguardar a quien esto escribe de la intemperie y de las preocupaciones triviales durante un rato. ∎

“¿Qué vemos cuando miramos al cielo?”: digresiones de amor amor y fútbol.
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