No es difícil ver y escuchar al propio Nick Hornby –guionista además de productor ejecutivo– en el personaje que interpreta el gran Brendan Gleeson en esta segunda temporada de “State Of The Union” (2019-), serie de formato breve y situación estable –apenas diez minutos por capítulo, dos personajes y un mismo espacio-decorado, aquí una de esas cafeterías ecológicas para hipsters ociosos amantes de los aromas del mundo– que retoma y prolonga las cuitas de la separación en los momentos previos a las sesiones de terapia de pareja. Entonces, en la piel más tersa y nerviosa de un matrimonio en la franja de los 40 (recordemos, Chris O’Dowd y Rosamund Pike). Y ahora, en la de una dupla amansada que ha superado ya los 60 y a la que Patricia Clarkson presta su dilatada experiencia femenina en una suerte de womansplaining para tiempos de masculinidades heridas y confusas.
En efecto, nuestro protagonista sigue anclado en la nostalgia de ese pasado que siempre fue mejor, en su afición a la Guerra de Secesión o a los cuatro últimos discos de Miles Davis para el sello Prestige. Un tipo que mira con recelo este nuevo paisaje de la corrección política, el mundo franquiciado y su neolenguaje y que constata abiertamente, qué remedio, su propio fracaso en la adaptación al entorno. De su boca parece que escuchemos al propio Hornby y sus reflexiones en voz alta sobre el mundo cambiante y en marcha al que no ha conseguido subirse, aunque el autor de “Fiebre en las gradas” (1992), “Alta fidelidad” (1995) o “Un gran chico” (1998) también parece entender perfectamente ese amable patetismo que envuelve a todos esos hombres que se han quedado viviendo en un eterno piso de estudiantes, en el refugio de sus aficiones pequeñoburguesas o en sus sueños de eterno seductor de señoritas.
Con todo, es en el plano de la relación matrimonial y su inevitable desgaste generacional donde “State Of The Union” revela ese verdadero desfase con los tiempos –ahí está la camarera trans que encarna Esco Jouley para recordárnoslo puntualmente– que lleva irremediablemente a la ruptura y la melancolía, ese choque con la realidad que solo la esposa es capaz de poner por delante con la toma de iniciativa hacia la decisión irremediable. Hornby parece moverse así entre dos personajes cargados de humanidad, memoria, razones, pequeñas miserias y escapadas –las sesiones de terapia, los grupos de culto– a los que observa con tanta empatía y calidez como la que los propios Gleeson y Clarkson le ponen a sus creaciones. Dos actores que aguantan –casi en un tono susurrado, nunca en el reproche o la confrontación, dejando que la palabra y la réplica justa se abran paso sin automatismos ni demasiados artificios– todo el peso de una serie a la que el astuto y veterano Stephen Frears apenas tiene que acompañar con la discreción del respeto al ritmo ágil, al espacio y sus pequeñas variaciones y a ese clásico plano-contraplano que demuestra aquí una vez más toda su eficacia como recurso para articular un juego de ida y vuelta por la biografía personal y las ideas universales sobre el viejo e inagotable universo de la pareja. ∎