Con todo, la propuesta de Rogen y Goldberg –quienes dirigen los diez capítulos– es coherente, ya que propone una inmersión del espectador en un punto de vista interno y rítmico, mostrando Hollywood desde lo cotidiano y banal, no desde lo estelar: desde sus dinámicas diarias, como una sucesión de platós –despachos, salas de juntas, pasillos, patios traseros, localizaciones emblemáticas como el Beverly Hilton o Musso & Frank’s–, espacios todos atravesados por actuaciones y fingimientos, por encuentros incesantes y superficiales, dominados en gran medida por el interés, la negociación y el intercambio (la serie apenas concede lugar a la vida íntima de los personajes, entregados por completo al trabajo).
Por ello, la narración se construye desde lo coral, a partir del equipo que rodea a Max: su joven asistente Quinn Hackett (Chase Sui Wonders), el vicepresidente de producción y su mejor amigo Sal Seperstein (Ike Barinholtz) o la jefa de marketing, Maya (Kathryn Hahn), además del CEO Griffin Mill (Bryan Cranston, disfrutando desatado en su registro sobreactuado) y Patty, la exjefa del estudio (Catherine O’Hara). Es un mundo de actuaciones exageradas, artificiosas –muy distante ya de la contención y el control emocional característico del clasicismo de Hollywood cuando se reflejó a sí mismo–, marcado por la impostura y los protocolos, que aquí se nutre de la complicidad autoparódica de figuras como Zoë Kravitz, Anthony Mackie, Martin Scorsese, Ron Howard, Adam Scott, Dave Franco, Olivia Wilde, Charlize Theron o Ice Cube.
A lo largo de los diez capítulos de una media hora, y partiendo del nombramiento de Max como nuevo jefe del estudio, la narrativa se estructura en piezas en gran medida autónomas que recorren todo el proceso creativo: desde la ideación, el casting, el rodaje y el corte final de montaje hasta las galas de premios. El egocentrismo –la necesidad de reconocimiento, la inseguridad, las ínfulas y frustraciones artísticas–, junto con el carácter pusilánime e indeciso de Max –poco verosímil para alguien con su responsabilidad–, marcan el tono: gags sobre la arbitrariedad, lo falible y los volantazos y cambios bruscos de rumbo con que se llevan a cabo las producciones, y sometidas a las modas del día y a las estadísticas, lejos de cualquier planificación y convicción,
Vista como sátira, la serie mastica demasiado y está falta de colmillo; sin embargo, es posible que no sea esa perspectiva incisiva la prioritaria –aunque hay buenos gags en esa línea–, sino más bien un vínculo más afectivo, un reconocimiento del motor emocional que parece mover, en el fondo, ese mundo. Por mucho que se produzcan franquicias y se hable sin cesar de porcentajes y ganancias, la serie viene a plantear si es lo mismo producir una película que Kool-Aid, bebida en polvo sobre la que el estudio quiere realizar una película. Es decir, si en el fondo de toda esa frivolidad narcisista persiste una incumbencia emocional –a veces ingenua e incoherente– hacia algo más que el dinero: acaso en la conexión biográfica, íntima, con la experiencia vivida en la sala de cine, y hacia el deseo de mantener viva la llama, la corazonada. ∎