Desde la publicación de su último álbum notable, “Fue eléctrico” (Mushroom Pillow, 2012), La Habitación Roja ha girado en bucle sobre la misma temática autobiográfica. Esta ha sido suficientemente documentada tanto en la película “In The Middle Of Norway (dirigida por Mia Salazar en 2018) como en el libro de memorias del vocalista y letrista Jorge Martí, “Canción de amor definitiva” (Plaza & Janés, 2022). Vivencias tan potentes y extraordinarias como las que ahí plasma el músico –enfermero en una residencia de alzhéimer en una pequeña ciudad de Noruega, con una pareja que sufre una enfermedad degenerativa, en contraposición a su figura en España como ídolo de la zona media del indie– tenían que volcarse forzosamente en sus canciones. Y ahí veo como una pugna entre la experiencia real y el cómo transmitirla poética y musicalmente en su intensidad más veraz. Nunca se le podrá negar a Martí el arrojo y el convencimiento a la hora de lanzarse a tumba abierta en pos de ello, pero, sinceramente, creo que las canciones rara vez han estado a la altura.
“Prisión de los complejos, déjame volar / Déjame libre que quiero cantar / Me hace tanta falta como respirar / me lo he ganado y tengo legitimidad / para contar esas historias que quiero contar / sin esperar nada a cambio”, canta en “Que fluya el río hasta el mar”, y la declaración de principios es aún más frontal en el tema de apertura: “Crear siempre es mejor que destruir”. Es una frase que suena defensiva, y que los inmuniza ante cualquier crítica que se pueda hacer al disco. Un gesto aún más fortificado por el retrato de las cuatro madres de los miembros del grupo en portada (en la funda interior, son los padres los que posan de la misma manera). En las fotos –del guitarrista Pau Roca, por cierto– y en el propio título del álbum queda patente el posicionamiento del grupo y de este disco como revulsivo vital, como algo que, para ellos, es importante, es de verdad.
Eso es indiscutible y, sin embargo, percibo desde hace ya años (este es su decimocuarto álbum) cierto automatismo a la hora de hacer canciones, el acomodamiento en una fórmula. Líricamente, se ve en esa temática apegada a los sentimientos y cambios vitales, a cierto idealismo inocente y romántico en la onda “estaré siempre contigo pase lo que pase” o “solos tú y yo contra el mundo” y, algo que me chirría personalmente, a la querencia por frases tomadas de títulos de películas (aquí, por ejemplo, “la fuerza del cariño”, “esplendor en la hierba”, “un soplo en el corazón”). Hay virtudes en ello también. La principal: un punto de vista bastante inusual en el indie pop español. No son tanto canciones de resiliencia y aceptación con cierta nostalgia –que lo son– como temas que, por encima de postureos de género (me refiero tanto al musical como al sexual), ponen la ética de los cuidados, los vínculos afectivos y la empatía en primer plano. Tal vez haya escuchado cosas similares en el último Nacho Vegas, o en los Pulp de “Help The Aged” (1998), pero lo cierto es que no recuerdo a nadie más que haya escrito sobre la enfermedad y pérdida de sus suegros con tanto sentimiento como Martí en este disco.
Hay también un innegable aliento épico y un buen gusto por la melodía (ojo a los dos estribillos en “La vida fluyendo”, grabada por Santi Garcia con colaboración de Ramón Rodríguez y Marc Clos). El sonido es lustroso y potente, con guitarras que a veces adquieren cierto brillo shoegazer, bajos oscuros al estilo New Order y sintes ochenteros; aunque lo desarrollan con una limpieza que me recuerda a cierto pop británico de estética indie y mentalidad más comercial. Siento que estas canciones se transmitirían mejor con un sonido más crudo, o todo lo contrario: precisamente el tema que se aleja de lo más estandarizado es “Las olas”, con efluvios mediterráneos que pueden ser una excepción en su carrera o una ventana que se abra a nuevas vías futuras. Cierto precedente de esto se puede advertir en Litoral –otro de los grupos de los que ha formado parte Roca–, pero de lo que me he dado cuenta es de que la voz de Martí, aunque lejana a registros tan excelsos, puede estar más cerca del espíritu melódico de un Nino Bravo que de, pongamos, un Bernard Sumner o un Robert Smith. Y quizá sea esa la senda natural. ∎