El a la postre fallido pero necesario “so sad so sexy” (2018) demostró que quizá, solo quizá, Lykke Li ya estaba harta de interpretar el papel de diva atormentada de corazón roto con un repertorio de power ballads más grandes que la vida que los fans le exigían. Aquel disco fue su coqueteo más descarado con la radiofórmula, a menudo cayendo en lo derivativo en su extensivo uso de los beats trap, pero con unos ganchos melódicos gigantescos y algún que otro hit masivo. Pero también dicen que la cabra tira al monte, y en “EYEYE”, su quinto álbum, la sueca vuelve a llamar al productor de sus tres primeros trabajos, Björn Yttling (Peter, Björn And John), para regodearse de nuevo en la tristeza y la miserabilidad, y concluir hecha un harapo, porque incluso la felicidad duele.
Y, aunque podría haber insistido en la aplaudida grandilocuencia de tragedia griega del muy Spector “I Never Learn” (2014), este nuevo disco es quizá lo más lo-fi y fantasmagórico que ha hecho en toda su carrera. Según cuenta la propia Lykke Li, su objetivo era no solo “romper con el álbum de ruptura”, sino también “intentar comprimir una vida de obsesión romántica y fantasía femenina en un paisaje sonoro hipersensorial, a la vez que capturar la intimidad de escuchar una nota de voz puesta de LSD”. La primera parte, o sea, lo de plantear las canciones como si de notas de voz se tratase, lo hace literalmente. Todo “EYEYE” suena como un sueño sonoro recordado a medias. Está grabado con un micrófono barato desde la habitación de su casa e intercambiando los instrumentos digitales por el mero acompañamiento de una guitarra eléctrica. Suena, a veces, muy lynchiano, y por tanto, con un poco más de garage y algo más de distorsión, casi podría ser el hermano perdido de Dirty Beaches, aquel proyecto de Alex Zhang Hungtai que juntaba los universos de David Lynch y Elvis Presley.
Es ese tipo de intimidad, la de abrir la puerta de su habitación de par en par para verla, con la curiosidad y el morbo de un voyeur, llorar en privado por la nostalgia de los amores que no pudieron ser, con la que Lykke Li se desenvuelve como pez en el agua. Lo hace, además, sin que en ningún momento eches en falta algún artificio digital: aquí añadiendo una melodía como si estuvieses en la feria del pueblo un 4 de julio, allá sumergiendo en metros de profundidad una guitarra para acentuar la experiencia inmersiva y, ejem, lisérgica (ver anterior párrafo), y por todos lados haciendo magia con esa estética noir y cinematográfica a la que la sueca le debe todo. Ya sea haciendo pornografía sentimental de pasadas y fallidas relaciones a las que quiere volver cogiendo autopistas del corazón o relacionando el amor con el consumo de drogas psicodélicas, esta es Lykke tal y como la hemos conocido y aprendido a amar. ∎