Habrá que agradecerles infinitamente a Matt Linkous (hermano de Mark) y a su mujer, Melissa, que hayan logrado restaurar con tanta brillantez y respeto el disco que el líder de Sparklehorse dejó a medias antes de morir. No parecía fácil. Recuerda en esto a lo que fueron los discos póstumos de Jeff Buckley (“Sketches For My Sweetheart The Drunk”, 1998) o Elliott Smith (“From A Basement On The Hill”, 2004). Creo que incluso tiene más empaque y enfoque que aquellos. No suena a producto inacabado. Y, desde luego, no es –en absoluto– un trabajo fúnebre, mortuorio ni autoconmiserativo, más allá de la proverbial truculencia que oscurecía siempre algunos de sus textos. Cuando Mark Linkous (1962-2010) canta en la final “Stay” eso de “Stay for the day, oh, it’s gonna get brighter”, no da la sensación de estar escuchando a alguien que en unas semanas acabaría con su vida de un disparo en el pecho (fue el 6 de marzo de 2010). Al músico de Virginia la vida le quemaba por dentro (adicciones, antidepresivos, un divorcio reciente y la muerte de su amigo Vic Chesnutt, tres meses antes que la suya), pero sus canciones prendían en una especie de levitante y brumosa irrealidad que siempre se guardaba algo de luz al final del túnel. Era su marca. Lo que lo hacía único. Una placentera neblina de la que también participaban (o aún participan), a su modo, Eels, The Beta Band, M Ward o Grandaddy: no es casualidad que Jason Lytle se haya aliado aquí –a instancias de Matt y Melissa Linkous– con el productor Alan Weatherhead para terminar aquello que había quedado inacabado en el estudio de Steve Albini en 2010. Por aquel entonces, Mark estaba escuchando mucho a The Kinks, MF DOOM, The Beatles y –sí– Grandaddy. “Bird Machine”, quinto y último álbum de su carrera, preserva todas esas cualidades y emerge casi a la altura de sus mejores trabajos. Parece un milagro. Quizá lo es.
El folk, el rock y esas características baladas (que más bien eran nanas) cobraban en sus manos una dimensión propia, disolviendo en su particular éter cualquier rasero estilístico. Cuestión de personalidad. Y de perfeccionismo. Todo eso se mantiene aquí. La electricidad rugosa encapotando su voz en las impetuosas “It Will Never Stop” y “I Fucked It Up”. Crujientes. Vivaces. La fragilidad dolorosamente humana en “O Child”, tan quebradiza que parece a punto de romperse, sostenida en un piano espectral que le da una apariencia extra terrenal (aunque se basa en un mensaje de voz de su sobrino, que tenía entonces 5 años). Ya que estamos con fantasmas, el minimalismo de “Kind Ghosts”, enigmático medio tiempo que sugiere la necesidad de hacer las paces con su propia galería de espíritus. Exuda una dulzura similar a la de “Falling Down”, “Evening Star Supercharger”, “Hello Lord”, “Daddy’s Gone” o esa “Chaos Of The Universe” que tiene madera de clásico instantáneo. Tampoco el delicadísimo instrumental “Blue”, rebosante de ternura, ni la canción de cuna que es “The Scull Of Lucia” ni la estupenda versión de “Listening To The Higsons” de Robyn Hitchcock And The Egyptians desentonan en un disco redondo, compensado, bien secuenciado, espléndidamente rematado por la muy emocionante “Stay”: no se me ocurre mejor epitafio. Otro de esos manojos de canciones que, voluntaria o involuntariamente (me viene a la cabeza esa maravilla reciente que es lo último de Julie Byrne), logran voltear la muerte para convertirla en un surtidor de vida. ∎