Los discos póstumos, o finales, o casi póstumos, de los verdaderos, no los que gotean periódicamente del mercado post mortem a base de rebuscar en el trastero, son un fenómeno digno de estudio. “The Highest In The Land” cumple con la definición canónica de los primeros por la correlación de fechas y por su contenido anticipatorio. Escrito durante los últimos siete años, grabado con sentimiento finisecular el pasado verano y publicado el 4 de febrero, justo cuatro meses después de la muerte a los 63 años de Pat Fish en su casa de Northampton –las Fishy Mansions de sus bolos-pandemia de eléctrica y pinta online–, por causas no aclaradas –se habla de un ataque al corazón después de un largo tratamiento por cáncer del que había conseguido salir–, el disco decimocuarto de The Jazz Butcher raya, además, la perfección en su propio y más clásico universo expresivo.
Es verdad que Fish había domado aquel ímpetu vocal tan característico de sus exaltados años 80, que el recurso a los estilismos suavizantes del jazz se había intensificado con los años –aunque “The Highest In The Land” es solo su segundo álbum en los últimos cuatro lustros– o que sus dardos más vitriólicos habían apuntado últimamente a las dos dianas favoritas del ala izquierda inglesa –el Brexit y Boris, o sea, iniciales BB–. Todo esto lo encontramos en este esfuerzo final que se sitúa entre lo mejor de The Jazz Butcher. Un álbum no tan rompedor como “Closer” (Joy Division), pero igualmente personal como “★” (Bowie), “You Want It Darker” (Cohen) o “Cake Or Death” (Lee Hazlewood). Un ejemplo es la despedida de Pat Fish con “Time”, su corte más largo y conmovedor, que condensa la filosofía vital, irónica y brutalmente terrenal –“my hair’s all wrong, my time ain’t long, Fishy go to heaven” sonríe, pero “I’ve got a one-way ticket to a pit of Council lime” sobrecoge– ya contenida en estándares de su enorme repertorio como “Nothing Special”.
La expresividad de The Jazz Butcher fue una de sus señas de identidad. Hasta el nombre de la banda definía la esencia del proyecto, un sumatorio de elegancia, falta de pretensiones y extravagancia cómica que no siempre jugó a su favor –casi nunca lo hace en arte–. Pat Fish se consideraba a sí mismo el “carnicero del jazz”, un operario especializado que buscaba trabajar con el mejor material disponible, pero si el corte le salía mal, se suplía con gracia e ingenio. La verdad es que rara vez sucedía lo primero y a menudo surgía lo segundo. Aunque se les encuentra habitualmente en el cajón del pop de guitarras, y sus mejores canciones así lo avalan, los muy prolíficos The Jazz Butcher no le hacían ascos a muchos otros coloridos, ya fuesen góticos, psicodélicos, exóticos, rockabillys, por supuesto jazzísticos y también electrónicos. Esa misma elocuencia en los arreglos y el talento melódico de Fish persisten en el disco final de esta subestimada banda británica.
Muy activo en los años 80 y en los electrónicos 90, década a la que Fish quiso adaptarse con marcianadas como Black Eg y Sumosonic –sin dejar de publicar como The Jazz Butcher–, y al igual que la mayor parte de las bandas independientes de su generación, su presencia cayó drásticamente con el cambio de siglo y los paradigmas en la industria. Ha sido gracias a la ayuda del superferolítico sello alemán Tapete Records, del productor Lee Russell y de viejos compinches de curda como el guitarrista Max Eider –su mano derecha más talentosa– o el batería Dave Morgan –Alternative TV, The Loft, The Weather Prophets, Primal Scream, etc– cuando Fish ha podido decir su última palabra en temas íntimos como “Never Give Up” y “Goodnight Sweetheart”, o tan idiosincráticos como “Sebastian’s Medication” y “Running On Fumes”, donde el aislacionismo, la corrección política o la dieta vegana toman de su propia medicina a base de una dulzura incisiva que echaremos mucho de menos. Pat Fish se despide con un pitillo en la mano, una sonrisa en los ojos y una sutil “Gare du Nord” de la SNCF a sus espaldas. ∎