La sátira sociopolítica es una apuesta arriesgada en cualquier medio artístico, dada su dependencia tanto en la inventiva de su autor como en la receptividad de su público potencial; y esa es precisamente la razón principal por la cual el nuevo disco del grupo escandinavo puede resultar simultáneamente mordaz y cansino dependiendo de la sensibilidad del oyente particular. Desde luego, sería absurdo esperar cotas menipeas de una banda de actitud cercana al gamberrismo punk. El problema, no obstante, radica en la relativa obviedad (e irregular chispa cómica) de gran parte de los contenidos aquí presentados, que por lo general exploran, a través de narraciones o diatribas, lugares comunes vinculados a grupúsculos sociales –preponderantes en los Estados Unidos, pero no necesariamente exclusivos de ese país– que podrían definirse como conspiranoicos, conservadores o de extrema derecha. Sí, la sutileza no es un atributo que podría anticiparse de los Viagra Boys, y si bien sus dosis de humor negro y sarcasmo indiscriminado a veces funcionan como un tiro, en otras ocasiones agonizan empantanadas en una reiteración conceptual poco imaginativa (esa fijación en los antivacuna y en la figura anarcoprimitivista del mono). Afortunadamente, el apartado instrumental del álbum, que destaca por su excelente factura y variedad textural e incluso estilística, a menudo acude al rescate de aquellas orejas que podrían haberse quedado entumecidas.
El disco arranca potente con “Baby Criminal”, que relata la paulatina transformación de un niño aparentemente normal en un peligroso sociópata desde la perspectiva de su afligida familia. Como comentario sociológico de la pasividad e ignorancia de las figuras paternas, funciona gracias a la astuta sucesión de eventos descritos. También gracias a la dicción del vocalista Sebastian Murphy (el único miembro estadounidense del grupo), por momentos tan categórica y sórdida como la de un Nick Cave particularmente embriagado, y a la efectiva gestión de capas instrumentales, especialmente un saxo que suma a la sordidez mencionada. En la palpitante “Troglodyte”, Murphy cambia de registro y se medio transforma en Gareth Liddiard: de hecho, a nivel tonal, la canción parece la hija bastarda de Tropical Fuck Storm y los Devo más sucios, con notillas robóticas de sintetizador incluidas (curiosamente, la banda se autocopia, tomando prestadas las bases de “Frogstrap”, de su álbum de 2018 “Street Worms”). Aquí la “crítica” (del arquetípico mendrugo QAnon) es quizá un tanto redundante, pero la composición convence gracias a su tajante brevedad y un pegadizo estribillo que el cantante saborea lascivamente.
Las cosas se ralentizan un poco con “Punk Rock Loser”, cuyo sonido destartalado cuaja perfectamente con la personalidad del mamarracho del título y, como este, el tema acaba resultando un poco cansino. Tiene su indiscutible gracia asistir al punto de vista subjetivo de un personaje que se presenta a la sociedad como un tío duro, pasota y cojonudo; externamente, lo percibiríamos como el típico hombre blanco cisgénero (tóxico, drogata y barullero). En “Creepy Crawlers”, la pieza menos cadenciosa y más experimental (una atmósfera inquietante con resquicios de saxo atonal, electrónica progresiva y ritmo motorik), un agitadísimo Murphy –aquí más pontificador que cantante– adopta la persona de un conspiranoico pasado de rosca. Aunque la segunda mitad del álbum se hace más cuesta arriba debido a la monotonía lírica, nunca aburre gracias a la producción creativa e incluye momentos relucientes: el contraste entre estrofas de voz gutural y coros de falsete chirriantes en “The Cognitive Trade-Off Hypothesis”, así como la tunda de tecno cacofónico “Ain’t No Thief”, destinada a incinerar las pistas de baile, y el juego de capas instrumentales e influencias souleras en la prolongadísima “Big Boy”, con Murphy hallando nuevas permutaciones vocales (aquí trazando un puente entre la parodia del bluesman y el patetismo estrambótico de Gene Ween) y un bien aprovechado cameo de Jason Williamson, el maestro despotricador de Sleaford Mods.
Sin embargo, lo que convierte este jocoso batiburrillo ecléctico de subidas y bajadas en un viaje multiforme pero rentable es la traca final, “Return To Monke” (¿la mejor canción de la historia inspirada en un meme?), una delicia psicodélica que canaliza todas las cumbres del disco: el vigor corrosivo del cantante, la trepidación rítmica (alzada sobre una línea de bajo demoledora y un cántico indudablemente potente), el frenesí instrumental (guitarra y saxo en modo incendiario) y la disonancia electrónica. Cuando la pista muere, tras haber degenerado en un paraje ominoso donde Murphy chilla cual poseso sobre unos timbales robados de “Así habló Zaratustra”, la sensación residual es más de plenitud que de hastío: a pesar de reciclar ciertas ideas y no siempre acertar en el blanco, el ingenio musical conjurado por el grupo de Estocolmo es, en conjunto, tan innegable como admirable. ∎