En 2015, miles de entusiastas de la música se agolpaban en el escenario principal del extinto aunque renombrado festival SOS 4.8, en Murcia. Cuando hizo acto de presencia Morrissey, el que fuera líder de The Smiths, el público suspiró aliviado: hasta el último momento no se supo si el cantante iba a actuar. ¿El motivo? En los puestos de comida del festival se servía carne y Morrissey –convencido vegano y activista, recordemos este álbum de icónica portada y título explícito: “Meat Is Murder” (1985)– en otras ocasiones se había negado a tocar en recintos con esta oferta gastronómica.
Durante su actuación se dio un momento paradigmático. En las pantallas se vieron clips en los que se mostraban imágenes de maltrato animal en la industria cárnica y explotaciones ganaderas. A la vez, en frente del escenario, en los puestos de comida se servían hamburguesas, perritos calientes y kebabs. Hubo gente que se volvió de espaldas para no masticar frente a las imágenes, doblemente crudas.
Sin embargo, si esa escena se repitiera a día de hoy, Morrissey no podría estar seguro de lo que vería ante sus ojos: en estos últimos años se están abriendo paso, gracias a la ciencia y la tecnología, nuevas alternativas a la carne tradicional. Esas hamburguesas podrían ser de origen vegetal, esos perritos podrían estar creados a partir de impresoras 3D, esos rollos de kebab podrían estar hechos de carne artificial cultivada en laboratorio.
Ante el aumento de la conciencia en torno al rechazo del sufrimiento animal, el reto demográfico de un planeta con cada vez más bocas que alimentar y los problemas medioambientales derivados de la ganadería, se alzan nuevas propuestas. ¿Es realista pensar que iremos a una cadena de hamburgueserías y podremos pedir por un precio asequible una hamburguesa de carne sintética? ¿Pueden las opciones artificiales satisfacer nuestro apetito gastronómico? ¿Es una opción realmente sostenible y ética? Morrissey, toma nota.
Aunque aún es bastante desconocida, este tipo de carne lleva en el ruedo casi diez años. En 2013, la empresa Mosa Meat de Países Bajos, financiada por el cofundador de Google Sergey Brin y con inversores como Leonardo DiCaprio, consiguió la primera hamburguesa del mundo creada en un laboratorio a través de la llamada agricultura celular. En este tipo de cultivo se obtiene tejido muscular a partir de células tomadas de un animal. Importante: no se requiere el sacrificio de ese animal. Al resultado se lo denomina carne cultivada, sintética o artificial.
¡Ojo! La carne cultivada en laboratorio a partir de células animales hay que diferenciarla de la carne de imitación a partir de células vegetales, a la que a menudo también se la cataloga como carne sintética o artificial, pero que no contiene nada de origen animal. Los debates sobre terminología y etiquetas de qué es carne y qué no son otro universo.
Desde entonces, los proyectos para conseguir escalar y democratizar esta opción han proliferado. En 2017, Memphis Meats produjo las primeras porciones de pollo y pato cultivadas en laboratorio. Tiras de pollo frito sin hacer daño al ave; pato a la naranja sin arrancarle ni una pluma. En 2019, la revista de tecnología más antigua del mundo, ‘MIT Technology Review’, catalogaba la carne artificial (y las fórmulas vegetales) como una de las 10 tecnologías emergentes del año que prometía revolucionar el mundo.
Un año después, en 2020, en Singapur se aprobaba la venta para el consumo humano del primer producto cárnico cultivado en laboratorio, de la compañía estadounidense Eat Just. Su lema reza: “Construir un sistema alimentario en el que todos coman bien”.
Hoy en día y mientras que la carne de laboratorio llega de manera masiva, la realidad es que ya hay tantas opciones a partir de células vegetales que a veces hay que tirar de móvil para entender de qué va la carta que estamos leyendo.
Por ejemplo, en la cadena de hamburgueserías Goiko Grill, en la parte de elección de carne se encuentran la opción vegetariana y la de Beyond Meat, una de las compañías con inversión de Bill Gates que copa titulares. Otra opción es la hamburguesa “pollotariana”, explicada como pollo empanado a base de plantas. Un abanico de opciones a la carne cada vez más necesarias.
Puede que ya estemos cansados de recibir bombardeos de datos para justificar la defensa de un modo de vida más sostenible, pero esos datos hablan. Se estima que la población mundial alcanzará los 9.700 millones de personas en 2050, según la Organización de las Naciones Unidas. Esta tendencia demográfica va acompañada de un aumento de la capacidad adquisitiva y la consiguiente expectativa de un nivel de vida más alto. Y cuanto más rica es una familia, más carne consume.
Por eso, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) predice que el consumo de carne se duplicará en 2050. Su producción representa una parte importante de las emisiones de gases de efecto invernadero (18%), del uso del suelo (30%) y del consumo mundial de agua (8%) y energía, apunta también la FAO.
Si unimos en una ecuación las exigencias carnívoras de una población creciente junto a la contaminación y la explotación de recursos que requiere la ganadería, el resultado es que la cosa pinta regular tirando a mal. Y no se trata solamente del capricho gastronómico de consumir carne: el mundo se enfrenta al riesgo de una carencia de proteínas, necesarias para la supervivencia humana.
“Consumimos carne por encima de los niveles recomendados y hay que reducir la dosis, pero manteniendo el nivel de proteínas. El objetivo es el trinomio salud, bienestar animal y sostenibilidad y medioambiente”, resume Marta Miguel, investigadora del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL) de CSIC-UAM.
“Ante estos datos, las compañías agroalimentarias mundiales han puesto el foco en que no va a haber proteínas en los próximos 20 años para toda la población. No se trata de que convencer a los guipuzcoanos de que vayan a una sidrería a comerse una chuleta sintética, el objetivo es crear tecnologías para nutrir al mundo de proteína alternativa a la animal”, afirma Patxi Larumbe, CEO de COCUUS, start-up española que busca fabricar chuletones sin matar vacas.
“En la ganadería tradicional, se producen unos aromas y unas concentraciones que no tienen nada que ver con el cultivo de células en un biorreactor”
María José Beriain
Larumbe reconoce que el cultivo celular, aunque haya bastantes empresas investigando, “no está implementado a nivel industrial y se consiguen pocos gramos de células a la semana”. Para María José Beriain, el concepto en sí no tiene sentido: “La carne es otra cosa, esto es un tipo de alimento que se puede poner en marcha para fabricar proteínas alternativas. Lo metería dentro del saco de nuevos alimentos, pero no puede hablarse de carne artificial ni análogos porque no tiene nada que ver”.
“Al principio será caro y luego, como todas las tecnologías, se irá ajustando en el tiempo y en el precio”, indica el CEO de COCUUS, que calcula que al cultivo celular le quedan de dos a diez años para despegar. “En países como España llegará en forma de productos premium, como chuletones. En países subdesarrollados será en forma de semiprocesados, como pechugas de pollo, que servirán para constituir la dieta de otros países ante la carencia de proteínas”, afirma. Beriain coincide en su potencial gastronómico a futuro como producto de lujo diferente.
Cada jugador con sus predicciones: en la empresa israelí Future Meat aseguran que ya han llegado al coste de producción de 1,70 dólares por hamburguesa, y el año pasado anunciaron la primera fábrica del mundo de carne sintética, lista para estar operativa para 2022 y producir 5000 hamburguesas diarias.
“Requiere de muchos menos animales para lograr la misma cantidad de carne, pero la inversión necesaria es altísima y el impacto ambiental no es nulo”
Marta Miguel
Mientras todo esto sucede, las apuestas de origen vegetal siguen afianzándose, pero también tienen que seguir ganándose al público carnívoro con trampantojos. Con apellido español está el proyecto Leggie, carne vegetal hecha a base de arroz y algarroba, fruto de un árbol infravalorado donde los haya. “Lo ideal es que la gente lo pruebe sin saber qué es. Van a tener una experiencia sensorial en la que se van a comer un taco que parece que lleva carne, pero en realidad es lo que transmiten los recuerdos y el acervo cultural”, señala Marta Miguel, cocreadora del proyecto. Con Leggie, los 200 gramos salen a unos 4 euros, unos 20 euros el kilo. “La carne normal es mucho más barata, pero esta es una alternativa más ética, consciente y sana, baja en grasas saturadas y sin colesterol”, recuerda.
A día de hoy, la situación parece concluir en que las opciones basadas en plantas ya nos esperan en los restaurantes y las de cultivo celular se siguen fraguando en los laboratorios en una carrera por ver quién llega antes. Cuando eso ocurra, los amantes de la carne deberán decidir si pueden perder un poco de la experiencia gastronómica tradicional a favor de la sostenibilidad y de que más vacas pasten libres. ∎