Espartana y con ese misterio y ese dejar fluir de los más grandes, la neoyorquina –afincada en Nashville con su fiel Dave Rawlings– clausura una relación con un pobre diablo con poderío y tanta templanza que a nosotros, testigos desde la tumbona, nos reconforta y sosiega. Fue la canción de cierre de su magnífico quinto álbum, “The Harrow & The Harvest”, pero aquí merece ser la primera.
El todavía reciente “Keeping Secrets Will Destroy You” (2023) es una prueba más de que la marmita mágica de Will Oldham no tiene fondo. Esta especie de oración pagana con su estado natal como sortilegio en el título, cantada a nuestro oído a pelo con su guitarra y los sutiles coros de Dane Waters, dejará en paz al más impío. La trémula voz de Oldham es ya la de ese viejo amigo que nunca nos decepciona.
No sabemos si el periódico que conforma el vestido de la amada de Jurado en esta romántica canción llevará en los titulares el anuncio de su boda. Sí que sabemos que la sedosa voz del de Seattle nos envolverá cual sábana ligera para encarar la tarde en horizontal. Su decimocuarto LP, “In The Shape Of A Storm” (2019), nos lo mostraba intimista y en plena forma, como se pudo refrendar en directo poco después.
La texana fue parte de la avanzadilla de la nueva oleada de magníficas cantantes de country y folk de este siglo. La dulzura y sutileza de su voz se aprecian sobremanera en esta poética pieza de su cuarto álbum, “The Living And The Dead” (2008), que en realidad contenía canciones más expansivas que esta, de la mano de dos genios de la guitarra como Marc Ribot y M Ward, aquí echando la siesta como nosotros.
En el excelente doble álbum “Shepherd In A Sheepskin Vest” (2019), Callahan abría las ventanas para dejar entrar la luz que iluminase detalles de su familiar vida doméstica. Había holgura y relajación entre las notas para dejar espacio a su grave y cálida voz. En este caso meditando acerca del misterio que conlleva la composición de canciones. Que nos reconforte tanto no es un enigma.
Desplazándose desde el indie rock y la maestría eléctrica de su guitarra, la desidia slacker que siempre lo acompañó es todo un don en los plácidos pastos de su particular folk-rock de estos últimos años. En “(watch my moves)” (2022) parecía cantar desde el porche de su casa en el tranquilo barrio de Mount Airy, en Filadelfia, reflexionando a partir del leopardo de peluche de sus hijas, que crecen muy deprisa.
Crecida en una granja de las montañas de Carolina del Norte, Heather McEntire mamó el folk y el góspel desde pequeña. No es de extrañar que le salgan por los poros y nos hagan levitar, como si nada, estos enigmáticos versos que llegan hasta el centro de nuestra habitación. “Every Acre” (2023) fue su tercer trabajo y, si no te dio tiempo a escucharlo el año pasado, puede ser una inmejorable compañía para estas calurosas tardes.
De su quinto trabajo en dieciocho años (“Furling”, 2023). Parece que la luz de su hogar en San Francisco se cuela entre los delicados pellizcos a las cuerdas de su guitarra y de su fina voz. Aunque hay dolor tras la ruptura, aprecia que su ex haya pasado a verla para ver cómo estaba, y una especie de pacífica aceptación –no exenta de interrogantes– tiñe cada nota cruzando la mítica bahía hasta nuestros altavoces.
Alias de Kyle Field, un fornido barbudo de Portland que en aquellos días era miembro de la banda de Devendra Banhart, descubriéndose además como un dotado compositor con su proyecto personal. Su aguda voz –un poco al estilo de Will Oldham– y sus maneras relajadas le daban un aire deshilachado pero cálido a su música, muy en sintonía con su compañía, K Records. Se le perdió la pista, pero sigue en activo.
Aunque no lo parezca, esta canción pertenece a su álbum de debut de mismo título. Llegada a Los Ángeles desde el Medio Oeste, se puso en manos de Kevin Morby, productor del disco y el que aporta las primeras palabras en la canción antes de dar paso a la artista. Con una voz de timbre precioso, va desgranando su lista de deseos sobre una acústica y las notas de un Wurlitzer que le dan un tono casi místico.
La californiana Kayla Cole, guitarrista y cantante delicada, se acerca más a la neblina de Mazzy Star que al sol de otros paisanos. Con cinco álbumes, varios casetes y una década de carrera ha refinado su estilo, de tal forma que las lágrimas de esta canción de fuego de campamento suenan más sanadoras que tristes. Buena compañía para pasar cualquier momento de zozobra sin rasgarse la camisa.
Finalizaba el siglo pasado cuando se formó esta banda en Carolina del Norte. El temple y el menos es más conseguido con los años les hacen sonar cálidos y cercanos con muy poco. Aquí unos punteos de guitarra, acompañados por unas notas de armónica y una pedal steel guitar tocadas como para no despertar a alguien en la habitación de al lado, resaltan la sentida voz de Dave Wilson.
Pasan los años y la reina sureña no abdica de ninguna de las maneras. En su álbum de 2016 “The Ghosts Of Highway 20” estaba esta serena maravilla, una carta de amistad inquebrantable: aunque ese amigo no siempre dé la talla, aquí siempre tendrá un sitio. La guitarra de Bill Frisell y la pedal steel de Greg Leisz tejen una ensoñadora melodía country sobre la que Lucinda canta con absoluta dulzura.
Una de las grandes figuras del country actual, músico y actor de gran carisma, con una de esas voces que te hacen dejar lo que tienes entre manos para escuchar la historia que nos tiene que contar, en la tradición de Johnny Cash. Su personaje en este tema (del álbum “The Ballad Of Dood & Juanita”) las pasa canutas, pero el que está acabado al final no es él, sino el viejo Sam al que se encuentra y entierra él mismo. Sin perder nunca la entereza.
Se nos ha colado un canadiense, pero del estado de Yukon, muy cercano a Alaska. Es un tipo curioso, tan impregnado por el folk y el country del país vecino como por las formas de Lou Reed y The Velvet Underground, aunque en esta canción es en la que menos se nota. En ella se pone el sombrero de vaquero para, con socarronería, preguntarle a su amada si lo prefiere a él o a la fiesta, con todas las de perder.
Criada con el folk de las montañas de su natal Kentucky, todo lo que hace Joan Shelley parece natural y sencillo. Su dulce voz, en la estela de Vashti Bunyan, y el magnífico acompañamiento a las seis cuerdas de su pareja Nathan Salsburg –con una interesante carrera en solitario– se ven reforzados en esta ocasión por el contrapunto de la grave voz de Bill Callahan. Para levitar en la tumbona.
Una de las grandes sorpresas del año pasado, el debut de la afroamericana nacida en Chicago, de tan solo 23 años, sonaba como el de una veterana artista con mucha vida por detrás. De voz cálida y franca, se acompaña de su guitarra acústica y puntualmente por finos arreglos orquestales, siempre con espacio entre notas y sin prisas; en este caso, para decirle a su ex que la deje en paz, ella es libre.
Aunque su paso por bandas de indie rock como The Babies se hacía notar en sus primeros discos en solitario, con el tiempo ha tendido a limpiar su sonido y acercarse a las raíces. Su forma de cantar también ha optado por centrarse en lo esencial y trae consigo un manto de serenidad, como esta canción de atardeceres –las siestas a veces se alargan– y gente que se pone en movimiento cuando cae el sol.
También a la penumbra tras la puesta de sol suena la delicadeza de la californiana. Con esa aniñada voz a punto de quebrarse sobre el ritmo marcado únicamente por los rasguidos de su guitarra acústica. Con una forma de hacer perfeccionada en tres finos trabajos y con el cuarto –en el que deja atrás su austeridad– recién estrenado este mismo mes de mayo, no se puede pedir más a sus 37 años.
La libertad con que Kurt Wagner interpretaba la música de su natal Nashville en los noventa dio un nuevo salto con “Nixon” en el que el soul y el sonido orquestal aportaron un brillo y una exquisitez de otra época. Se notaba desde la misma apertura con esta mágica canción, que parece salir del viejo estéreo del primer verso para mimar a cada oyente y hacerle sentir como con sus pantuflas más cómodas.