
Antes de Caribou, Dan Snaith fue Manitoba. Se trataba solo de distintos nombres, porque el talento ya estaba ahí. Su ópera prima presentaba un arsenal de ideas, quizá todavía más interesado en texturas que en melodías puras. Las canciones eran laberintos sonoros absolutamente hipnóticos, como un cuadro puntillista cuyas formas se advierten conforme uno se va alejando de ellas.

El momento en el que los brochazos sonoros del canadiense se convirtieron en canciones. Algunas de ellas monumentales, como la inicial “Melody Day”, capaz de viajar desde la psicodelia de 1967 hasta el siglo XXI. La decisión de Snaith de utilizar su propia voz como vehículo conductor de sus creaciones le vino de perlas. El pop de dormitorio dio paso a escenarios en festivales multitudinarios y su talento innato se rodeó de una producción a la altura de su ambición. “Sandy”, “Sundialing” o “After Hours” opositaban a clásicos propios.

En cierto sentido, “Odessa” –primer corte y single de lanzamiento del álbum– es la canción definitiva de Caribou: seductora, pegadiza e irresistible en auriculares y pistas de baile. El resto del disco estaba a la altura, lo cual es una pequeña locura. Un millón de melodías mágicas, subrayadas por decisiones sónicas que siempre huyen de lo obvio para forjar un universo propio. Y esa voz delicada y frágil a su manera para dotarle de la humanidad necesaria al conjunto.

Su obra más decididamente bailable y, a la vez, la más melódica de todas. El sonido se limpia con pianos eléctricos, sintetizadores oníricos y ritmos de inspiración ochentera. Atrás quedaba la psicodelia y exabruptos experimentales de anteriores trabajos. Las voces femeninas (Jessy Lanza en “Second Chance”) añaden un aire house que se extiende por cada recoveco del elepé (“Can’t Do Without You”, “All I Ever Need”, “Our Love”). ∎