El pasado febrero, El Columpio Asesino dio a sus fans dos noticias, una mala y otra buena. La mala: que ponían fin a su actividad como grupo. La buena: que, a modo de colofón de una trayectoria larga y exitosa, pensaban embarcarse en una gira de despedida. La gira, fúnebre y festiva a la vez, concebida para salas de aforo medio, comenzó el 15 de septiembre en Bilbao y terminará en su ciudad, Pamplona, el 29 de diciembre, antes de proseguir por varios países de América Latina. No acabará ahí, sin embargo, su último periplo. Tocarán después en festivales y prometen, como remate, “una gran sorpresa final”.
De modo que cuando nos encontramos con Albaro Arizaleta (voz, batería) y Cristina Martínez (voz, guitarra) a finales de septiembre en Madrid, la banda se halla inmersa en la gira de salas, que ambos valoran como “muy emotiva”. De entrada, porque sus seguidores no habían tenido ocasión de verlos en directo desde los conciertos de “Ballenas muertas en San Sebastián” (Mushroom Pillow, 2014). “Después de eso, dedicamos tres años a la composición de ‘Ataque celeste’”, explica Albaro. Tras “Ataque celeste” (Oso Polita, 2019), “llegó la pandemia”.
En su condición de epitafio sonoro, el repertorio de la presente gira –de nombre “Amarga baja”, verso extraído de su canción “Toro”– abarca los seis álbumes que han publicado. El primero, “El Columpio Asesino” (Astro, 2003), salió hace justo veinte años. Explica Albaro que realizar la selección de canciones entre tan abultada discografía ha resultado más sencillo que de costumbre. “Ahora tienes más canciones a las que recurrir de las que funcionan en directo”, dice. “Antes tocábamos mucho en festis y ahí compartes el público con otras bandas. La mitad de la peña solo conoce ‘Toro’”, dice a propósito de su canción más famosa, incluida en “Diamantes” (Mushroom Pillow, 2011). “Tenemos temas difíciles y veías a gente que se quedaba en plan ‘¡qué coñazo!’. Ahora los que están ahí son los que son. Empezando por la canción que empieces, la gente se viene arriba. Son los superhooligans. No es lo mismo eso que un festival. Tocar canciones que hacía siglos que no tocábamos también está siendo muy emotivo. Te vienen a la mente épocas pasadas”.
Inevitablemente, estos postreros encuentros con sus fans tienen un algo especial. Muchos les llevan regalos; otros, que han crecido con su música, acuden con sus hijos. “Notas mucho cariño, la gente canta todas las canciones… Es muy emocionante”, dice Cristina. De momento no han llegado aún a esa fase en la que cuentan cuántos conciertos les quedan o piensan en cómo será el último estribillo, el último acorde, el último adiós. “Es extraño”, alega Albaro. “En mi caso, como hace tiempo que está tomada la decisión, suena un poco duro, pero a veces parece que arrastras un cadáver. Pero por otra parte, dices: ‘Ya es hora de enterrarlo’. Estamos disfrutando enterrándolo: no hay nada más bonito que diseñar tu funeral. Pero también tienes ganas de que empiece otra etapa en tu vida, de que acabe todo esto y ver qué pasa después. Claro que el último concierto va a dar vértigo. No hemos tenido otra vida que esta”.
La idea de dejarlo empezó a rondar por su cabeza hace ya unos años. Un psicólogo habría detectado en ellos síntomas de agotamiento y estrés ya desde la preparación de “Ballenas muertas en San Sebastián”. “Siempre nos ha costado mucho grabar los discos”, dice Albaro. “Tenemos una manera muy bestia de experimentar y acabamos muy quemados. Arrastrábamos un cansancio largo. Para grabar ese álbum alquilamos una casa en Bigüezal, en una montaña perdida en el Pirineo Navarro, y nos encerramos ahí sin internet, aislados. Íbamos a estar un mes y nos quedamos cinco”.
“Mi hermano y yo”, continúa Albaro en referencia a Raúl Arizaleta, guitarrista y cofundador de la banda, “hablamos un fin de semana. Nos sentíamos exprimidos en todos los sentidos. Esas ballenas hacían más alusión a la banda encallada que a otra cosa. En vez de tomar una decisión drástica, decidimos darnos un año de espacio”. En el transcurso de ese año, los cinco componentes actuales siguieron viéndose asiduamente en Pamplona –completan el quinteto Íñigo “Sable” Sola (trompetista, percusionista y teclista) y Daniel Ulecia (bajista)– aunque establecieron como condición no hablar del grupo. Pasado ese tiempo, reabrieron el debate: ¿seguir o no?
“Nos metimos con ‘Ataque celeste’” –prosigue Albaro– “y de nuevo nos costó tres años. Acabamos agotados. Teníamos una gira por delante de puta madre, con unos cachés de la hostia porque habíamos crecido mucho. Y la pandemia se lo llevó todo por delante. Eso aceleró el proceso que llevábamos dentro. Teníamos que meternos a preparar otro disco y no nos vimos con fuerza. Entendimos que habíamos acabado, que llevábamos muchos años, que habíamos hecho algo de puta madre y decidimos hacer esta gira de despedida. Si nos hubiera pillado con veinte tacos… pero nos pilló con cincuenta. Con lo que nos cuesta grabar un disco, íbamos a ponernos en los sesenta. Vimos también que se estaba produciendo un relevo musical en cuanto a los medios, la escena, los festivales. Sentimos que había envejecido la escena. Decidimos dejarlo en un momento dulce, en lo más alto”.
Por lo que cuenta Albaro, parece que fue su hermano Raúl el más partidario de dar carpetazo a la banda. “Yo, honestamente, podría haber seguido”, concede el batería. “Pero mi hermano tenía claro que no. Cuando estuvimos en Bigüezal, le dije: ‘A ver, Raúl, si tú te bajas, yo me bajo. El Columpio somos los dos y no tiene sentido continuar yo solo. Y si luego cada uno, finalizado esto, por su cuenta le apetece hacer algo, oye, pues ya verá’. Fue una decisión tomada entre los dos, pero la verdad es que mi hermano estaba menos motivado para seguir que yo”. A Cristina le pareció “un buen plan”; explican que Daniel, el bajista, también estaba exhausto. “Si queríamos meternos en otros proyectos, El Columpio pesa mucho. Necesitas cerrar una página para poder abrir otra”, apostilla Albaro.
Son meses, pues, de mirar hacia delante pero también de hacer balance de más de dos décadas de música. “Ahora, como en las entrevistas repasamos nuestra vida, está siendo un ejercicio de psicoanálisis total. Gracias a vosotros me estoy ahorrando una pasta en terapia”, bromea Albaro. Si de algo se sienten orgullosos es de haber iniciado su carrera en el escalón más bajo. “Somos una de las bandas que comenzaron tocando en garitos. Estuvimos así muchos años: desde que empecé con mi hermano en 1995 hasta 2003, cuando salió nuestro primer disco. Pero es que entonces con una maqueta tocabas. Venimos de ahí. Y hemos pasado por todo el proceso, desde tocar a cambio de bocatas, ver cómo surgían los festivales… Ver todo ese recorrido ha sido muy bonito. Ahora te vas constatando el respeto y el cariño del público y con la satisfacción de haberlo hecho bien. No hemos hecho concesiones comerciales, lo que es motivo de orgullo. No nos hemos forrado, una lástima, pero tampoco nos ha ido mal”.
En ese progresivo ascenso llegó un momento en que no fue necesario seguir compaginando sus tareas musicales con prosaicas ocupaciones alimenticias. “Hubo una conversación con mi hermano”, cuenta Albaro. “Teníamos la sensación de que no íbamos más allá con la música porque teníamos trabajos que nos ataban y tampoco teníamos un trabajo concreto porque teníamos un grupo. Dijimos: ‘A ver, ¿dónde ponemos los huevos? Para volver a la fábrica siempre hay tiempo, vamos a apostar por la música’. Establecimos que quien estuviera en la banda debía dedicarse en exclusiva a ella”.
Albaro, que había estudiado Artes Gráficas –“creo que me equivoqué, no me enteré de nada”–, dejó entonces de buscarse la vida como carpintero en obras de construcción –“me gustaba mucho, a veces he pensado que debería haber tirado por ahí”–, con albañiles, en fábricas, como repartidor de hielo… Abrió incluso una condonería. Cristina fue profesora de Arte y aún mantiene abierta una escuela de pintura en su pueblo a la que de vez en cuando acude para supervisar. Apostaron por la música y no siempre les fue bien. “Hemos tenido momentos complicados”, dice Albaro. “En ‘Diamantes’, mi hermano y yo hacíamos ‘simpas’ en las gasolineras; estábamos a dos velas, la banda estaba en el aire, no teníamos curro y hacíamos algunos ‘simpas’. Íbamos todos los días a Donosti a grabar. Sobrevivíamos como podíamos, con pequeños ‘trapis’. Luego nos fue bien. El secreto está en que no te haga falta mucho para vivir”.
Si por algo se ha caracterizado El Columpio Asesino es por un sonido oscuro, punk y electrónico a la vez, experimental en ocasiones, alejado de pautas comerciales y por unas letras difíciles. Pese a ello, lograron cautivar a un amplio sector del público de la escena independiente. “Es muy raro”, dice Albaro. “Tenemos canciones muy raras, que no tienen ni estructura. Algunas rozan la experimentación. Jamás hemos compuesto pensando en sonar en la radio. Nos extrañaba haber llegado a ese punto de éxito. Pero teníamos algo que hacía que nuestra música entrase más fácilmente. No lo acabo de entender. En este país es complicado que una propuesta como la nuestra encuentre un hueco”.
El mejor ejemplo de esa comunión con el público lo representa “Toro”, canción que ha pasado a los anales de la música alternativa de este país y que no debería faltar en cualquier recopilación con los veinte himnos del indie español. Un tema que, si no tuviera ese vibrante estribillo, podría pasar por cara B de un grupo de rock industrial, pero que precisamente por ese estribillo tan pegadizo –que parece una continuación lasciva y química de “Yo quiero bailar”, de Sonia y Selena– con el que el oyente se topa por sorpresa se convierte en un pildorazo adictivo. “Es el antihit”, admite Albaro. “La voz no entra hasta el minuto y medio”. Tercia Cristina: “Es un ladrillo”.
“Pero algo tiene”, dice Albaro. “Creo que hace a la gente conectar con su lado más canalla. Es una canción en la que no se repite nada, es como una película, una parte lleva a la otra… Es muy sexual. Y esa manera de cantar… Queríamos emular el ‘Bonnie And Clyde’, de Serge Gainsbourg, pero con dos personajes más poligoneros, y ha funcionado. Cuando la grabamos, mi hermano quería quitar el estribillo. Todo tiene cierta coherencia, es kraut, oscuro, y el estribillo en cambio es pop. Yo decía: ‘Es lo que le da la gracia, todo converge ahí’. Al final rompe. Pero no entiendo cómo se puede pinchar tanto, cuando no me parece una canción pinchable para nada. Alguna vez he pinchado y no elegiría ‘Toro’ ni por el forro de los cojones: te aburres hasta que llegas al final”. Le letra habla de “dos personajes que se ven atrapados en una ciudad de provincias y en unos trabajos alienantes, sin más salida que la noche y las drogas, y fantasean con Berlín, que idealizan como la ciudad que les da todo eso que no encuentran. Es una historia de huida, de escape, de las noches de los jóvenes en los barrios”.
En sus veinte años de andadura discográfica han sido testigos de primera mano del florecimiento de la escena independiente, donde convivían con bandas más accesibles. “Está la escena tan abierta, tan rota… y ahora ya ni te cuento. Un día, Fernando Pardo, de Sex Museum, me decía: ‘¿Qué cojones pintáis vosotros en los festivales?’. Tío, nos contratan, tenemos que tocar”, explica Albaro. Y, en tiempos recientes, ha visto la irrupción a codazos de nuevos sonidos, algo que, confiesan, también ha influido en su decisión. “Después de la pandemia sentí que el foco mediático estaba girando hacia otro rollo. Ya no perteneces a la ola. Normal, llevas veinte años. Y ha entrado otro rollo que no tiene nada que ver. Otras veces hay más conexión, pero ahora ha habido una ruptura brutal. Hay que aceptarlo con humildad, unos entran y otros salen, es ley de vida. Las revistas, las radios… Tú ya no molas. Los que molan son otros y ahora eres viejo”, lamenta Albaro. Aunque no lo dice expresamente, habla de la música urbana.
Aderezando su despedida han lanzado una nueva versión de “Perlas”, ahora con la colaboración de Pucho, de Vetusta Morla. “Ha sido por su voz. Pensábamos que iba a llevar ‘Perlas’ a otro estadio, como así ha sido”, dice Cristina. Se incluye en un EP que solo se vende en los conciertos y que también recoge “Diamantes”, con Santi Balmes, de Love Of Lesbian; “Babel”, con Fermin Muguruza, y “A la espalda del mar”, con Amaral.