Labordeta encarnaba el puente entre la intelectualidad y una cultura popular que el franquismo mantenía enterrada o reducida a estereotipo folclórico deshuesado. También la tensión entre un escepticismo natural y el afán por transformar el mundo; el fatalismo y la voluntad de acción. Motivado por las grabaciones de Atahualpa Yupanqui y de algunos cantautores francófonos, como Georges Brassens y Jacques Brel, cuyos discos compraba en escapadas fugaces al país vecino, alternó el cultivo de la poesía con el compromiso con la izquierda y el aragonesismo. En su sustrato literario estaba César Vallejo y, más hondo si cabe, su hermano mayor Miguel, fallecido a los 48 años, en 1969, y cuyo talento poético siempre reverenció. A principios de los setenta, Labordeta ejerció un papel destacado en la revista ‘Andalán’, fundamental en la conciencia antifranquista, mientras sus recitales agitaban mentalidades y ganaban adeptos. El 13 de noviembre de 1973, el Teatro Principal de Zaragoza acogió un concierto que fue el punto de partida de la nueva canción aragonesa, y en el que tomó parte Labordeta junto a Joaquín Carbonell, La Bullonera, Renaxer, Tomás Bosque, Pilar Garzón y Tierra Húmeda.
El primer álbum,
“Cantar i callar” (1974), con i latina catalana por extraño deseo de la discográfica que lo publicó, la barcelonesa Edigsa, formalizó sus artes como cantautor de voz autoritaria, con puntos de anclaje en los poderosos modismos joteros. Incluía un texto del historiador Manuel Tuñón de Lara y una nota de bienvenida de Ovidi Montllor. Aunque se sopesó grabarlo con un grupo de músicos, finalmente fue un álbum de voz y guitarra, lo cual le otorgó mayor contundencia expresiva. Un camino que, con sutiles aditivos, se mantuvo con sus dos siguientes trabajos,
“Tiempo de espera” (Movieplay, 1975) y
“Cantes de la tierra adentro” (Movieplay, 1976). Labordeta canalizó en sus versos el despertar popular que trajo consigo el fin del franquismo. Días de exaltación y compromiso que llevaron al cantautor a participar de la creación de una fuerza política, el Partido Socialista de Aragón, y a apoyar, más tarde, como independiente, al Partido Comunista de España. Su figura adquirió perfiles épicos, como atestigua el disco
“Labordeta en directo” (Movieplay, 1977), salpicado por proclamas inflamadas (
“¡Aragón, unido, jamás será vencido!”). Pero, superada ya la ebullición de la Transición, el álbum
“Que no amanece por nada” (Movieplay, 1978) manifestó un cierto agotamiento y el propio Labordeta lo calificó de disco
“desgraciado”. Su reacción fue refugiarse en la música popular para entregrar dos obras afortunadas, muy especialmente la primera, “Cantata para un país” (1979), seguido de una secuela,
“Las cuatro estaciones” (Movieplay, 1981).
Como ocurrió con otros tantos cantautores, los ochenta fueron tiempos de confusión y pasos en falso. Entre consignas posmodernas que declaraban el acta de defunción de la canción de autor y exigencias discográficas para forzar un sonido hipotéticamente más moderno, sus siguientes obras fueron inferiores a las registradas en la década anterior.
“Qué queda de ti, qué queda de mí” (Fonomusic, 1984) rebosaba arreglos floridos pero el cancionero era menor, con la excepción de una piedra preciosa con propiedades de himno, “Somos”, grabada con Serrat y Aute. Menos satisfactorio fue el balance en
“Aguantando el temporal” (Fonomusic, 1985), que marcó un giro pop que tuvo continuidad con
“Qué vamos a hacer” (Fonomusic, 1987), disco provisto de ritmos funk, baladas de canción ligera, esbozos de reggae y arreglos de sintetizador. Menú homologable al de
“Trilce” (Fonomusic, 1989), un trabajo dedicado a su querido César Vallejo en el que se coló una canción álgida, la amarga “Banderas rotas”, reflejo de su decepción política. En ese período filopop se rodeó de amigos (Sabina, Paco Ibáñez, Ovidi Montllor, Imanol, Javier Ruibal y Puturrú de Fuá) en el disco en directo
“Tú y yo y los demás” (Fonomusic, 1991).
Con la moral tocada y desmotivado, Labordeta escenificó su retiro en 1991 con un recital en Zaragoza. Se despidió de las giras y los compromisos con el
show business, pero se mantuvo dispuesto a actuar, solo con su guitarra, allá donde se le reclamara. Volvemos, pues, al punto de partida. Sus siguientes citas con el estudio,
“Canciones de amor” (Fonomusic, 1993) y el notable
“Paisajes” (PDI, 1997), lo mostraban despojado de frivolidades y baterías electrónicas, comprometido de nuevo con la palabra y la expresión justa. Bien entrado el siglo XXI, Labordeta seguía estremeciendo auditorios con actuaciones crudas y temperamentales mientras el foco mediático se desplazaba hacia su actividad política, proveedora de ciertas incidencias (el notorio
“¡a la mierda!” que dedicó al PP en el Congreso, en 2003). No hay excusa para quedarnos con la anécdota estridente e ignorar su capital artístico. Una obra reunida, casi por completo, en la caja
“Cantar y no callar. 1975-1994” (DRO-East West, 2004), que incluye trece álbumes; todos excepto “Cantar i callar” y “Paisajes”. En esos discos, sobre todo los de su primera etapa, está la expresión más pura de un ciudadano descreído que no paró de hacer cosas; un escéptico que abrió tantos frentes de acción como pudo. Sí, el aragonés más importante después de Goya y Buñuel. ∎