Tecleo con cierta desazón el teléfono de Steve Berlin, saxofonista y teclista de Los Lobos. Me han informado que no le ha hecho puñetera gracia que los dos periodistas españoles que me precedían hubieran llamado media hora más tarde de lo convenido (y no se encontraron a nadie al otro extremo, claro). Y no hay nada peor para una entrevista telefónica que un interlocutor aburrido y cabreado. Por suerte, no es el caso, y mi puntualidad alemana facilita la comunicación con Berlin. La banda de Los Ángeles ha publicado recientemente “Native Sons” (2021), disco que significa su debut en New West, la discográfica insignia del country-rock contemporáneo, y con el que parecen realizar un homenaje a “La La Land” (Damien Chazelle, 2016).
Al contrario que el retrato desalmado que han pintado tantos artistas de la megalópolis (“ciudad asesina, donde la basura llega al mar, un patio de juegos para los ricos, una pistola cargada para mí”, que cantaba Iggy Pop en “Kill City”), “Native Sons” lanza besos a la ciudad-autopista mediante un arcoíris de versiones y estilos que van desde el garage-soul fronterizo (esas gloriosa “Love Special Delivery” de los chicanos Thee Midniters, inspiradores de Los Lobos en sus inicios) hasta los Beach Boys, pasando por una robusta versión de “Flat Top Joint” de The Blasters, banda que Berlin abandonó hace 40 años para ser un Lobo a tiempo completo; una manada completada por David Hidalgo, César Rosas, Conrad Lozano y Louie Pérez.
“Los Ángeles es una ciudad muy extraña”, explica Berlin en tono reposado. “Es tan grande. Desparramada. Es muy difícil de abarcar, de entender en su enormidad. Y es muy diferente de sitios como Austin o Chicago, donde toda la música sucede en la misma parte de la ciudad. Y en esa enormidad y diversidad reside su riqueza”, argumenta. La idea del disco surgió del propio Berlin: “Creí que era un buen momento para darle las gracias a nuestra ciudad, con las mejores canciones que hemos escuchado salidas de Los Ángeles”, y fue adoptada con entusiasmo por el resto de la banda.
Hacer un disco de versiones también tiene un origen la mar de prosaico: “Pensamos que nos esperaba un 2020 muy ajetreado, girando y demás. Escribir un disco toma tiempo, un tiempo que en realidad pensábamos que no tendríamos. De ahí el disco de versiones”, suelta sincero. El compendio de psicodelia, garage, mariachi, soft rock a lo Laurel Canyon, recio blues de Chicago o rock pachuco suena cálido, gozoso, exento de pretensiones o de acercamiento a tendencias actuales: “Es un homenaje a L.A. y a sus músicos, pero también es un autohomenaje, una manera de decir ‘hace 40 años que estamos por aquí y esto es lo que somos’”, precisa, para añadir que “ninguno de Los Lobos te podría decir qué está sonando en la radio ahora mismo. Vivimos en nuestro propio mundo y siempre ha sido así”.
El álbum se empezó a gestar un minuto antes de la explosión de la pandemia, en febrero de 2020. “Podríamos haber hecho un disco a base de tocar por Zoom, poner las cosas en la nube y juntar los cachitos. Pero eso no nos parecía correcto”, valora. En su lugar, esperaron a que se levantaran las restricciones de viaje: “Lo que hicimos fue pasar una semana al mes en Los Ángeles durante los meses de junio, julio y agosto, tocando y grabando bajo el mismo techo”.
Las elecciones presidenciales de Estados Unidos retrasaron el disco tanto como el mismo virus. “Tuvimos que lidiar con la elección de Biden. América jamás había estado tan cerca del precipicio como con el presidente anterior. Puedo decir sin ambages que lo odiábamos; ni siquiera pronunciaré su nombre. Hicimos mucho trabajo para que ganara Biden, y en la recta final de campaña colaboramos con una serie de conciertos. Y esa fue una parte muy importante del trabajo que hicimos el año pasado”, explica, con un deje de ira que su tono reposado no logra esconder. Un conflicto, por cierto, que no afectó a la selección de las canciones (“fue ruido de fondo, un problema paralelo”). La banda se benefició de la experiencia de su disco de versiones navideñas de 2019 en Rhino (“Llegó Navidad”): “De ahí aprendimos que es muy útil tener una lista muy larga de canciones, más de cien en este caso. Y con un hilo conductor que te mantenga alejado de las dudas, vas escogiendo”.
“Native Sons” también ha sido “una manera de mostrar las influencias de la banda que a veces no son obvias, por ejemplo los Beach Boys o Buffalo Springfield, de dibujar un organigrama de nuestros músicos favoritos y de cómo nos influenciaron”, dice. Puede sorprender que David Hidalgo, guitarrista, cantante y compositor principal de la banda, haya manifestado en varias ocasiones su veneración por Richard Thompson, genio fundador del folk-rock británico (o no, de hecho Los Lobos hicieron una versión de “Shoot Out The Lights” en 2004). Thompson cogió el folclore británico-celta y lo fusionó con el rock, algo que han hecho Los Lobos toda su vida con los géneros mexicanos y anglosajones, ¿no? “Como bien sabes, la música norteamericana, llámala ‘americana’ o como te apetezca, es un compendio de las aportaciones de todos los inmigrantes que se han establecido en Estados Unidos. Desde la polca alemana hasta la guitarra hawaiana, pasando por la aportación fundamental de África, claro. Y de hecho así es como pensamos en nuestra música. En ese sentido, somos una banda totalmente americana”, reflexiona.
Berlin se unió al grupo a principios de los 80. Entonces formaba parte de The Blasters, una banda inmersa en la exuberante escena punk angelina, y vio a Los Lobos telonear a Public Image Ltd. “Ahí tenías a esos tipos abriendo para Johnny Rotten en su versión experimental. Y ellos estaban tocando folclore latino. La gente les tiró de todo, pero aguantaron impertérritos. Su valentía era impresionante, y eso incluye también su música”, recuerda. Ese fue su primer contacto. Más tarde, Los Lobos abrieron para The Blasters en el Whisky A Go Go “y nos reventaron la cabeza a todos. Piensa que estábamos en 1982. La escena punk de Los Ángeles se había formado en 1978. Y en cambio tenías a Los Lobos, que llevaban más años que nadie tocando. Habían estado juntos como 15 años. Eso los hacía muy poderosos, muy grandes. Tocaban cuatro o cinco noches a la semana. The Blasters, como mucho, hacíamos un par de conciertos al mes en Los Ángeles”.
Berlin empezó a presentarse a todos los conciertos de Los Lobos que pudo como fan, y a alternar con la banda. “Hasta que me dijeron: ‘En nuestras canciones hay partes de saxofón, apréndete algunas y tocamos, Esteban’. Y así fue. No me uní a ellos de la noche a la mañana. Primero nos hicimos amigos, y generosamente me dejaron producirles algunas canciones, pese a mi poca experiencia. Llegué a un punto en que estaba haciendo malabarismos para tocar con los dos. Y entonces me pareció obvio que tenía que hacer una elección. Y con los hermanos Alvin estirando en direcciones opuestas, quedarme en Los Lobos tuvo todo el sentido del mundo”.
El veterano músico y productor recuerda con enorme cariño la movida punk angelina, muy variopinta musicalmente pero con “un sentimiento de escena y amistad muy profundo. Mucho de lo que hemos aprendido como músicos lo sabemos tan solo por haber estado ahí y observar a la gente. Todavía lo llevamos con nosotros. Y gran parte de ese bagaje consiste en ser ser generoso, en llevarte a bandas de gira y darles una oportunidad. A Black Flag o a Circle Jerks les gustábamos de verdad, y no era raro vernos abriendo conciertos suyos”. Por cierto, ¿no se ha hartado de tocar “La bamba”? “Jamás. Porque sabemos lo que significa para la gente, y no queremos que nadie se marche del show decepcionado. Nadie de la banda sonríe con ironía cuando la tocamos. Es una canción muy importante para nosotros”. ∎

Al llegar a su primer disco para Slash –filial “alternativa” de Warner, en la que compartieron casa con The Misfits y X–, Los Lobos son una banda que se lo ha pateado todo: bodas, bautizos y comuniones, y también clubes punk. Y que tienen algo que le gusta a todo el mundo, para tocar en cualquier ocasión. Desde valses instrumentales que parecen salidos de los Fairport Convention primerizos (“Lil' King Of Everything”) hasta pisotones de acelerador de blues macarra, pasando por serenatas y corridos. Más que mezclar géneros, los destilan en miniaturas detallistas en las que el virtuosismo está siempre al servicio de la canción. Maestros de lo escueto, no tocan ni una nota de más ni una de menos.

Un paso adelante de gigante. La banda ya tenía una merecida reputación como uno de los combos de roots rock más inspirados y versátiles de Estados Unidos. Pero con “Kiko” pasaron del género y la canción folclórica a la vanguardia. Respaldados por un muro sonoro brumoso de Mitchell Froom (productor de Suzanne Vega y American Music Club, entre otros), los arreglos se minimizan hasta el tuétano y en canciones que han quedado como himnos fantasmagóricos, como “Kiko And The Lavender Moon” y “Wake Up Dolores”, la banda se adentra en pasajes impresionistas similares a los que pisaba Tom Waits con Marc Ribot por esa época. El otro lado de la moneda: se volvieron más rock heartland que nunca, rememorando el mejor nuevo rock americano, con canciones de guitarra limpia y cortante, comerciales y rotundas, como “Whiskey Trail” o “Short Side Of Nothing”, que no desmerecerían en un grandes éxitos de Tom Petty & The Heartbreakers.

Diez años después de “Kiko”, suben el volumen a tope. Olvidaos de los loops y los pasajes sonoros surrealistas, vuelven a lo que saben hacer mejor: tocar rock’n’roll en el sentido más amplio de la palabra. Y las ganas de trotar los pillan más inspirados que nunca. “Good Morning Aztlán” es, en su conjunto, un disco de southern rock, con un pie en el cabeceo con birra y mano cornuda, y otro en la pista de baile y el funk-soul, como hacían Little Feat (Lowell George, otro enamorado del bailoteo, México y el rock’n’roll). ¿Muy estándar? Quizá, pero las canciones son soberbias. Menos hispanos que nunca (con alguna concesión a la cumbia electrificada), pero también con más groove que el 99% de bandas de rock sureño de ayer, hoy y mañana. ∎