Lambrini Girls: el motín. Foto: Rosario López
Lambrini Girls: el motín. Foto: Rosario López

Festival

Primavera a la Ciutat (3 de junio): el club global

La segunda jornada de Primavera a la Ciutat brindó oportunidades para merecidas restituciones como la de Christopher Owens, rencuentros con la mesura en el concierto de Tinariwen, sorpresas que quizá no lo sean tanto en el caso de Cushla, sesiones de punk contemporáneo y con fundamento por cortesía de Lambrini Girls o shows que trascienden lo meramente artístico para desbordar hacia el territorio personal: la catarsis sentimental de ganavya. Pop, blues tuareg, folk gaélico, mixturas jazz, tradición sudasiática puesta al día… Todo cabe en esta coctelera sónica.

Allie X

La (2) de Apolo se convirtió en un club de synthpop ochentero con la llegada de una icónica Allie X, con su genial conjunto de tweed y unas futuristas gafas de sol. La artista, que venía con todo pregrabado a excepción de su voz, cantó sobre sus temas en un show que, si bien tuvo sus cimas –la clubera “Casanova” o el desfase de bailoteo “Super Duper Party People”–, también resultó descafeinado en las pistas menos marchosas, como “John And Jonathan”, en la cual emuló con los dedos las melodías de teclado, gesto agridulce que nos recordó la ausencia de instrumentos. A pesar de la relativa sensación de vacío, la fiesta funcionó gracias a una buena presencia escénica (que dejó instantes memorables, como su deambulación ante los parpadeos de la pantalla), un público adorador y bien sintonizado (especialmente en hits como “Off With Her Tits”), las inflexiones vocales de la cantante (con ocasionales griteríos sentidos y chillidos súbitos) y la calidad intrínseca de las composiciones. Xavier Gaillard

Allie X: fiesta synthpop. Foto: Rosario López
Allie X: fiesta synthpop. Foto: Rosario López

Christopher Owens

Es realmente increíble cómo la vida puede pasarte por encima y cómo uno, a veces, por lo que sea, puede reponerse. Cualquiera poco familiarizado con la –enorme, relevante, inmortal– trayectoria de Christopher Owens podría haberle tomado, en su actuación en la sala Apolo, como un debutante, el nuevo Alex G, un próximo cantautor maldito de esos Estados Unidos míticos de vampiros y tragedias alcohólicas a los que luego también aludirían Youth Lagoon. Pero nada más lejos de la realidad: su concierto, pese a partir en principio de la relevancia de un renacimiento a todos los niveles como es “I Wanna Run Barefoot Through Your Hair” (2024) y de temas tan emocionantes como “No Good”, “This Is My Guitar” o “Beautiful Horses”, terminó centrándose más en versiones completamente desnudas, hasta el hueso y error, de la banda con que el norteamericano sacudió la escena indie rock a finales de los 2000, Girls. Canciones sobre adicciones y amores –más un canon de Pachelbel con baladas de Elvis, entre otros; también el “Trash” de Suede– que marcaron una ocasión muy especial, íntima, en la que Owens, heredero de un legado deprimido y Midwest emo de The Beach Boys, se presentó solo con su guitarra y nos rompió el corazón, dejando altísimo el listón de la segunda jornada. Diego Rubio

Christopher Owens: intimidad de verdad. Foto: Òscar Giralt
Christopher Owens: intimidad de verdad. Foto: Òscar Giralt

Cushla

No es habitual que un arranque de escenario alcance tal nivel de excelencia y originalidad. Cushla, proyecto irlandés-catalán que se autodefine como “un colectivo”, combinó en la sala Paral·lel 62 electrónica precisa con aires EDM y el canto tradicional gaélico sean-nós en un set breve pero intensamente evocador. Aunque su debut “Tech Duinn” (2025) se publicó hace apenas unos meses, el grupo ya ha girado con éxito y proyección por Irlanda y otros escenarios europeos. Siobhán Franks –que sustituía a la consagrada Nell Ní Chróinín, la voz más reconocida del sean-nós actual– sorprendió con una interpretación serena, emotiva y profundamente auténtica: canta como si lo hiciera en una playa irlandesa a contraviento. El violín de Joan Villarroya ofreció un contrapunto lírico y envolvente, mientras la producción de Marc Fernández –artífice de Ocellot– fue majestuosa: detallista, equilibrada, siempre en su sitio. Cushla entrelaza texturas electrónicas con melodías tradicionales irlandesas, generando un espacio único, a la vez ancestral y contemporáneo. Todo culminó con una apoteósica “7 Years”, reinterpretación de una balada folk que sonó como la cima inesperada de un momento inesperadamente memorable. Jaime Casas

Cushla: neofolk irlandés. Foto: Óscar García
Cushla: neofolk irlandés. Foto: Óscar García

ganavya

Ganavya Doraiswamy abrió su concierto en la sala Paral·lel 62 con una confesión que se volvió ofrenda: “Siempre que me pasa algo importante en la vida, lo primero que me encuentro es una audiencia delante de mí”. Presentaba el espléndido “Nilam” (2025) en formato trío –arpa, contrabajo y voz–, un marco íntimo, a pesar de todo, que acentuó la carga emocional de una propuesta extremadamente confesional. Más que un concierto, fue un acto de resistencia emocional. Desconcertante, incluso agotador. Afectada por pérdidas personales y un mundo en crisis, convirtió cada tema en una plegaria. Con la voz quebrada, “Ami pana so’dras” abrió una liturgia compartida, modal, sin resolución ni final. “No significa nada, solo sonidos y liberación”, explicó. En busca de consuelo, se abrazó al contrabajista, quien había perdido a su padre esa misma mañana y, sorprendentemente, lo comunicó a la propia ganavya y a la audiencia en ese mismo instante: Gracias a él estoy cantando aquí”. “Oh Raaya”, “Song For A Sad Time”, “Nine Jeweled Prayer”: cada pieza pareció una herida abierta, un canto colectivo. “Si eres parte de la familia, canta”. La comunión llegó con “Not A Burden”, entre voces en canon y lágrimas. Citó al poeta Marcellus Williams: “There is so much beauty and comfort in being in love”. Y lo repitió: si podemos cantar juntos, podemos con todo. Y se fue consolada por sus músicos y el público. Jaime Casas

ganavya: espiritualidad y duelo. Foto: Óscar García
ganavya: espiritualidad y duelo. Foto: Óscar García

Huir

Los barceloneses Huir abrían la jornada desde la sala Apolo surfeando la coldwave con un sonido oscuro y misterioso deudor de los momentos más oscuros de The Cure y de los más luminosos de New Order, sin pretender actualizar nada y buscando solo ofrecer su propia interpretación de los bajos reverberados y los sintetizadores oníricos y siniestros, adentrándose en bosques espesos y en tundras gélidas. Como una versión más darkwave, más intensa y sin la comedia innata de Megan Louise de los Desire de Johnny Jewel, la dupla formada por Ana Of The Head (voz y sintetizadores) y David Solazo (guitarras y programaciones) luce en cualquier caso más contundente en su versión de estudio –tratada por Maurizio Baggio, productor de The Soft Moon o España Circo Este y técnico de sonido de Boy Harsher–. Diego Rubio

Huir: surfeando la coldwave. Foto: Òscar Giralt
Huir: surfeando la coldwave. Foto: Òscar Giralt

Lambrini Girls

“ARE YOU READY TO FUCK?” fue la retórica pregunta inicial de Phoebe Lunny antes de lanzarse a la carga con “Big Dick Energy”. El tema ni siquiera había acabado cuando la guitarrista terminó tirada en el suelo de La (2) de Apolo, tras haber separado a la gente a ambos lados de la sala: fue la preparación del primero de muchos moshpits que diseñó a lo largo de la velada. Con su voluntarioso carisma, la líder del grupo hizo del público sus títeres: en “Help Me I’m Gay” animó a dos asistentes a afirmar que son “leyendas ‘queer’”, en “Lads Lads Lads” orquestó un corrillo centrífugo, en “Bad Apple” tuvo a la gente mascullando su odio a la policía, y en la seudocanción final “Craig David” incluso se encargó de edificar una pirámide humana: ¿una inesperada celebración inconsciente de la tradición castellera local…? Más allá de los divertimentos con la audiencia, también pontificó, con una mezcla de seriedad populista e ironía gamberra, sobre lo mierda que son los ricos y los gobiernos como prólogo a “God’s Country”, los abusos de la industria musical y el genocidio en Gaza, Y ahí sentó cátedra: “si hay alguien que lo apoye, ahí tenéis la puta puerta”. En el apartado propiamente musical, lo cierto es que su queercore con tintes garageros y punkarras se beneficia enormemente de una sección rítmica muy sólida –especial mención merece el muy grueso bajo de Lilly Macieira– y del guitarreo tajante de Lunny, una retahíla de arrebatos primitivos de rasgueo-sierra que relucieron en piezas como “Filthy Rich Nepobaby” o, en su versión más popera, “No Homo”, donde la celeridad vocal de la cantante también destacó por su precisión en directo. ¿Es posible articular crítica sociopolítica y a la vez rockear? De Brighton tuvieron que venir las Lambrini Girls para arrearnos un puñetazo a modo de respuesta afirmativa. Xavier Gaillard

Lambrini Girls: guerrilla con (mucha) actitud. Foto: Rosario López
Lambrini Girls: guerrilla con (mucha) actitud. Foto: Rosario López

Nilüfer Yanya

Se hizo corto el concierto en la sala Apolo de la británica, que regresaba a nuestro país con las canciones de “My Method Actor” (2024) en ristre y una banda con la que parece haber encontrado su particular –y extraño– equilibrio, dejando entrar siempre interludios ambientales y contemplativos y outros de saxofón para imponer la calma en un sonido que siempre parece estar alerta, tan dispuesto a saltar por los aires como a desaparecer, matemático y oblicuo a veces. Soltó toda la artillería en los primeros compases, con una inicial “Method Actor” o una tempranera “Like I Say (runaway)” que quizá hubiera lucido más en un momento más climático, y después se abandonó a un pulso más lento e introspectivo en lo que desgranaba también canciones de “PAINLESS” (2022), dejando para el final su ya clásica versión grungera del “Rid Of Me” de PJ Harvey y una “Midnight Sun” que se enreda en directo mucho más que la versión de estudio, desluciendo la potencia de la melodía. Son grandes temas, desde luego, pero elecciones algo pobres para un concierto que a día de hoy, casi una década después de su primer EP, podría no solo centrarse más en defender las canciones del que es su mejor álbum –incomprensible la ausencia de “Mutations”, que en su momento se lanzó como sencillo–, sino en construir un legado propio en torno a su primer álbum, completamente desaparecido, o incluso en avanzar el futuro inmediato de un nuevo EP –a lanzar en menos de un mes y del que ya hay dos sencillos– que también brilló por su ausencia. Seguimos esperando el concierto definitivo de Nilüfer Yanya, pero lo tenemos claro: cada día está más cerca. Diego Rubio

Nilüfer Yanya: buscando su camino. Foto: Òscar Giralt
Nilüfer Yanya: buscando su camino. Foto: Òscar Giralt

Pipiolas

La pareja madrileña arrancó el bolo a solas con el folclorismo synth de “Romancero propio” antes de convocar al resto del grupo encima del escenario de La (2) de Apolo para repasar su cancionero de traumas, desamores y otros baches emocionales cuyo azúcar regularon adecuadamente con una jovial actitud autoconsciente. Sonaron el pop-rock noventero de la ultramelódica “No soy un xoxo”, el jangle guitarrero de “San Peter” y “Club de los 27”, una versión punk-rock del “Sexy” de Grande Amore y otra casi soulera de “Breaking Free” vía “High School Musical” (Kenny Ortega, 2006) o el tontipop transformado en épica dramática de “Narciso”, prologado por la pregunta jocosa de cuántos asistentes tenían pareja y a la vez también ansiedad. Para celebrar su paso por el festival, estrenaron canción nueva, “Feria Cañete”, regreso nostálgico a un lugar-memoria del pasado. Un concierto memorable que, no obstante, sufrió cierto batiburrillo de acoples y una mezcla un poco descompensada, ocasionando la sepultura ocasional de las voces del dúo. Xavier Gaillard

Pipiolas: pop-punk con azúcar. Foto: Rosario López
Pipiolas: pop-punk con azúcar. Foto: Rosario López

Tinariwen

El grupo maliense regresó a Barcelona con un concierto más compacto y asumible de lo habitual. Lejos de esas maratones que a veces superan las tres horas, el combo liderado por Ibrahim Ag Alhabib se ciñó esta vez a los rigores del formato festival: una actuación medida, sin excesos, que les permitió mostrar lo mejor de su repertorio reciente sin caer en reiteraciones. Abrieron con una introducción a cuatro voces, sobria y punteada, como una llamada ritual que preparaba el terreno para su característico blues del desierto, una música de estructura lineal (quizá demasiado, por momentos), pero de textura densa e hipnótica, que avanza sin desvíos ni sobresaltos. A lo largo del concierto, la percusión fue ganando protagonismo, insuflando ritmo y vitalidad, lo que reforzó la conexión con un público que, desde el inicio, estuvo de su parte. Y aunque no tiraron de su material más inspirado, presentaron piezas de su último disco, “Idrache (Traces Of The Past)” (2024), que pasa el corte sin grandes logros. Tinariwen brilla más cuando se mueve en tonalidades abiertas, especialmente en Do mayor, donde las guitarras respiran con más libertad y la melodía adquiere una claridad envolvente. Lo más interesante llegó cuando abandonaron el terreno del sonido identitario para dejarse llevar por sus influencias externas: sonaron más al Delta del Misisipi (e incluso al canto difónico del bluesman Paul Pena) que al propio Sáhara. En ese mestizaje de sobra conocido es donde más sorprenden y convencen. La noche fue creciendo en intensidad. En las primeras filas comenzaron a ondear banderas amazigh (la bereber) y la palestina, impresa en un papel. El ambiente se cargó de una tensión reivindicativa, sutil pero presente. Tinariwen no necesita proclamas explícitas: lo expresa con actitud, con presencia (aunque anoche algo ensimismada) y con acordes que se repiten sin agotar. No hay solistas en busca de protagonismo: el grupo avanza en bloque, con versiones condensadas de sus temas y una puesta en escena que alarga lo justo. Cada canción suma, y cuando todo encaja, como anoche en la sala Paral·lel 62, Tinariwen alcanza su forma más pura: música resistente, sin adornos y todavía vigente. Jaime Casas

Tinariwen: la resistencia tuareg. Foto: Óscar García
Tinariwen: la resistencia tuareg. Foto: Óscar García

Waclaw Zimpel & Saagara

El proyecto del multinstrumentista polaco Wacław Zimpel fusiona música carnática del sur de la India con jazz, electrónica downtempo de otras décadas y minimalismo occidental. Ha sido comparado –con razón– con Shakti, el grupo de John McLaughlin, por su virtuosismo intercultural. Zimpel –más místico– lo define como “folk interestelar”: una entidad orgánica donde se disuelve la frontera entre lo acústico y lo electrónico. Mucha cháchara, sí, pero en este caso el relato se ajusta a los hechos. Lo visto en Paral·lel 62 fue grande, intenso, radicalmente vivo. Presentaban “3” (2024), un disco más sintético que sus dos trabajos anteriores pero igual de vibrante. En “God Of Bangalore”, el sinte dialogaba con ráfagas de saxo sobre una base de percusión precisa y envolvente. “Ya Maru” propuso un viaje más introspectivo: cuerdas, vientos en progresión modal, crescendo sostenido y capas moduladas con pedales que cerraban el círculo. “Sunbeam Spirits” desató la energía con tambores, gritos rituales y un solo de percusión brillante. En “Rite Of Rain”, la voz de Zimpel emergió cavernosa –como un griot espiritual–. “Where Is That Blossom” fue el clímax: diálogo hipnótico entre las dos voces indias. Una ceremonia colectiva sin jerarquías. El mejor concierto de la noche. Sin discusión, o sí, pero qué más da: fue emocionante y excelente. Jaime Casas

Waclaw Zimpel & Saagara: fusiones emocionantes. Foto: Óscar García
Waclaw Zimpel & Saagara: fusiones emocionantes. Foto: Óscar García

Youth Lagoon

En formato trío con batería, bajo y Trevor Powers a los teclados, sintetizadores y programaciones, Youth Lagoon se presentaron en la sala Apolo dispuestos a poner en valor las excelentes canciones de su recién estrenado último álbum, “Rarely Do I Dream” (2025), y salieron ganadores: sin el relleno, el disco demuestra ser una joya y el concierto parece por momentos una sucesión de hits –impresionante el arranque con “Neighborhood Scene” o “Football”– pese a que el hecho de que las guitarras slide vayan pregrabadas desluzca un poco y que la propuesta siempre mantenga esa aura introspectiva y dolida, desdibujada además para un trabajo que refuerza en muchos sentidos la carga onírica y la maraña dream pop. Para “Afternoon”, una de las pocas pero muy certeras concesiones al repertorio previo de la banda, la formación muta, el batería se pone a la guitarra y Trevor se va liberando poco a poco, agarrando el micro con mayor seguridad e interactuando con el público. Y reforzando la idea narrativa que también engrandece el álbum, empalman “Idaho Alien” con “Gumshoe (Drakula From Arkansas)” –hilando fino los samples, las historias de cintas de vídeo y el found footage– justo antes de enfrentar una sección final apoteósica que se despliega a través de la sutileza de “Mercury”, pero que explota definitivamente con la contundencia de “Speed Freak”, reconfirmada ya en directo como una de las grandes canciones de este curso. Diego Rubio

Youth Lagoon: aura introspectiva y expansiva. Foto: Òscar Giralt
Youth Lagoon: aura introspectiva y expansiva. Foto: Òscar Giralt
Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados