Thalia nunca falla. Foto: Marina Tomàs
Thalia nunca falla. Foto: Marina Tomàs

Concierto

Thalia Zedek Band, sinfonía de feedback

Thalia Zedek es una de esas artistas que parecen existir en un lugar aparte del tiempo. Desde que en los ochenta agitara la escena underground de Boston al frente de Uzi o Live Skull, su voz –áspera, dolida, inconfundiblemente humana– ha sonado como una advertencia y un refugio. En los noventa, al frente de Come, firmó algunos de los discos más intensos y emocionantes del mejor rock alternativo estadounidense, aquel que se movía entre la electricidad y la herida, entre el ruido y la confesión. Ayer actuó en Barcelona, tercera parada de una gira que había empezado en Vic y Castellón de la Plana y continúa hoy en Zaragoza, mañana en Madrid, el sábado en Markina y el domingo en Bilbao.

El cancionero de Zedek no busca complacer ni entretener, sino la emoción, una liturgia laica y estoica nacida del desgaste, de golpear a hierro las mismas progresiones de acordes una y otra vez hasta que, a base de esfuerzo y desgaste, emergen las canciones.

¡Qué señor conciertazo –abierto por el folk-rock del guitarrista de Vic Ferran Orriols presentando su álbum “Darrere els horts” (2025)– se marcó la Thalia Zedek Band anoche en la Antiga Fàbrica Estrella Damm de Barcelona! Respaldada por un trío de batería, guitarra lap steel y bajo de traca, de aquellos a los que Lou Reed se refería con eso de “you can’t beat two guitars, one drum and one bass”. Una hora y veinte minutos de concierto gratuito –gracias a iCat y al programa ‘Delicatessen’, así sí que me gusta que se gasten mis impuestos– que, por sustancia, rotundidad y lustre del repertorio, sonó a lo que es Zedek: un clásico contemporáneo del rock más crudo, en plenitud de facultades.

Con la pegatina Fuck Nazis bien visible en su guitarra, desgranó un repertorio basado en su reciente “The Boat Outside Your Window” (2025). ¿Momentos álgidos? Todo el concierto fue una demostración de potencia, pero lleno de matices: pegajosa y de melodía optimista con ese magnífico “Tsunami” (pese a una letra en la que afirma que “no sé cómo vivir en un mundo líquido, bebo como un hombre que se ahoga”), o fúnebre con “Ladder”, un tema de desesperanzado y árido arpegio menor que, a punto de precipitarse por un barranco ruidista, se agarra a una descarnada melodía y surfea una tormenta eléctrica. No hubo altibajos: sonorización perfecta, rotunda pero cristalina, con el feedback a lo Crazy Horse convertido en el quinto miembro de la banda, pero sin que la densidad del menjunje sonoro te despiste de la canción como vehículo y finalidad de la actuación.

Y de eso hubo en cantidad: como la sobrecogedora “Shoes” o la soberbia “Boat”, un temazo de tralla guitarrera y melancolía neilyoungiana con clímax casi orquestal –esa pedal steel actuando como pegamento melódico de los trallazos de bajo, guitarra y batería, golpeando al unísono como un puño– que podría haber salido de “American Stars ’N Bars” (1977). 

Rock sin adulterar. Foto: Marina Tomàs
Rock sin adulterar. Foto: Marina Tomàs

Sin querer mirar demasiado atrás –su presente y pasado reciente ya están llenos de grandes canciones, sin tirar de nostalgia–, picoteó en el disco “The Fighting Season” (2018) con el tormentoso tema del título, para enfocar un fin de concierto que tuvo un respiro casi country-rock con “Cranes” del disco “Perfect Vision” (2021), “una canción que va de lo jodido que está el mundo” y que la sitúa en el terreno balsámico de las melodías envolventes de Grateful Dead y la costa oeste, con sus curvas melódicas impredecibles. Culminó la sesión con “Disarm”, también de su último disco, tema que, si bien en estudio suena a post-punk, en directo deviene una apisonadora abstracta cercana a Come, con el drone de acordes lacerantes envueltos en las melodías orquestales de la steel guitar.

Más que power trio, vimos a un cuarteto sinfónico del feedback y la distorsión, en el que las excursiones al post-punk, al hardcore y a la psicodelia siempre tuvieron un telón de fondo de raíz americana, con el blues y el folk-rock presentes, amarrando las tonadas al terreno de la canción popular y no de la vanguardia ruidista, quizá una reminiscencia del amor que siente la Zedek por el catálogo de otro icono del blues-punk americano, The Gun Club.

En un mundo en que el centro del negocio musical ha devenido una cebolla de pop chicletero de capas artificiales, Zedek y su banda suenan a acero, madera y hueso, a canciones llenas de alma que son imposibles de componer a golpe de algoritmo. Después de ver a otros iconos del indie rock como J Mascis naufragar en la apatía –o el tintorro, caso de Evan Dando–, reconforta el espaldarazo de honestidad y austeridad de la Zedek, quien, por cierto, inmediatamente después del concierto se puso, como es costumbre, a vender y a firmar discos. ∎

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