¿Cómo puede un punki tan pulcro seguir siendo tan punki? ¿Y cómo puede un punki solo hacer tanto bendito ruido? Eso le decía a mi acompañante la noche del pasado 16 de abril en el zaragozano Centro Cívico Delicias, donde Manolo hacía doblete con ocasión de la reedición de su primer disco, “¡Ya hera ora!” (titulazo donde los haya cagoendiós). Iba solo con su guitarra, tal y como se inició de cantautor punk. Es un vinilaco que, puesto en nuestras casas (tenemos varias, cuan rentistas, cuan inofensivas multipropietarias a las que se les meten las okupas a la hora de la Ana Rosa o del Jordi Évole), suena todavía más cabrón que el directo. Tras la espectacular entrada en escena de un Kabezabolo trovadoresco con “Kómeme el miembro”, tema nítido y depuradísimo, el directo es una fulgurante hora de sonido Manolo sin apenas pausas entre los temas (con la excepción de alguna canción a capela, como “Narco”, en la que el público hacía palmas, qué risa eso –mi acompañante lo llama “civic punk”–. ¡Joder, es verdad, Guido, pero si hasta estábamos en un centro cívico, nen!), donde la guitarra eléctrica no suena sino a electricidad, a central eléctrica, a descarga eléctrica, a silla eléctrica, a tatuaje, a depilación láser, a cable pelao que chisporrotea, a reanimación con desfibrilador y a electroshock. Se parece, pues, el Manolo solista a la vanguardia musical de entreguerras fascinada por la tecnología, a esa sirena de ambulancia y a ese motor de coche y a ese zumbido de avión metidos en las composiciones para orquesta y en los cabarets del moderneo de entonces.
Asistimos unas setenta personas (“hay más gente en la misa de mi pueblo”, apunta Guido) al pase de las 20.00, a un calambrazo de concierto que te inundaba la cabeza y te tenía con la boca abierta, sonriendo y asintiendo, pendiente de Manolo como si fuera un predicador porque es un predicador. Uno del público le gritaba “Manolo, te quiero” (a lo que nuestro caballero andante respondía “gracias”), otro del público se levantó, se puso a hacer pogo solitario y lo obligaron a sentarse. Yo misma salté al escenario cuando sonaba mi tema favorito, quedándome a una covídica distancia del artista, bailando sin beat, o sea, bailando como si (no podía ser de otro modo) me estuviera electrocutando, y el mismísimo Manolo dejó de tocar para dirigirme la palabra y pedirme perdón por tener que cortarme el rollo y rogarme que me bajara porque la cosa estaba muy chunga. “Es una mierda, pero no podemos hacer lo que sería normal”, creo que me dijo (a veces no pillo su acento y su deglución fonética). Obediente como se debe ser con los auténticos maestros, paré, le dije que es que no había podido reprimirme y, una vez devuelta a mi primera fila, me miró Sir Manolo con ojillos de discúlpame tía qué cagada, a lo que yo le respondí haciéndole unos cuernos metaleros con las dos manos y hala, y empezó de nuevo la misma canción, y luego le regalé mi libro y él me firmó sus discos y se hizo la armonía entre nosotros.