a música siempre ha sido un territorio de libertad, pero también de disputa. Hoy, en plena reconfiguración global del poder, no podemos hablar de “escena” sin hablar de quién la financia. La pregunta ya no es si formas parte del mainstream o del underground. La verdadera disyuntiva es si eres cómplice o consciente. Porque lo que está en juego ya no es solo la estética: es la ética.
En un mundo donde el capital global moldea cada aspecto de nuestras vidas, la música, que una vez fue refugio y rebelión, está siendo capturada por gigantes financieros cuyo origen está ligado a sectores tan oscuros como el militar, el extractivismo y la colonización. El fondo estadounidense KKR (Kohlberg Kravis Roberts & Co.), con más de 700.000 millones de dólares bajo gestión, no es solo un actor en la economía global, sino también un protagonista invisible en la cultura.
A través de su filial Superstruct Entertainment, KKR ha adquirido más de ochenta festivales de música en todo el mundo, desde el emblemático Sónar en Barcelona hasta el festival Field Day en Londres o el histórico Wacken Open Air en Alemania. A simple vista, parecen solo promotores culturales, pero detrás de esa fachada se esconde una realidad inquietante.
En el Estado español, la red de festivales bajo control de Superstruct incluye eventos de gran impacto como Brunch Electronik, Monegros, OFFSónar, Viña Rock, FIB, Resurrection Fest, Arenal Sound, Madrid Salvaje, Love The Twenties, Interestelar Sevilla, Love The 90s, Sonórica, Tsunami Xixón, Caudal Fest, I Love Reggaeton y Snowrow, entre otros.
Según informes de organizaciones como Who Profits, Amnistía Internacional y Writers Against The War On Gaza, KKR está directamente implicado en inversiones que financian o facilitan operaciones militares israelíes, la colonización ilegal en territorios palestinos y la explotación de comunidades indígenas en Canadá. Esto incluye su participación en empresas energéticas, centros de datos estratégicos en Israel y plataformas digitales que sostienen el aparato militar y el control territorial.
Este vínculo no es casual ni periférico: es estructural y consciente. La cultura, el arte y la música se han convertido en espacios donde el capital de guerra proyecta una imagen amable y despolitizada, que desactiva la crítica y fragmenta la resistencia.
Frente a esta realidad, la disidencia cultural no se ha hecho esperar. Movimientos como Writers Against The War On Gaza han impulsado un boicot global contra festivales y plataformas vinculadas a Superstruct y KKR. En Toronto, más de sesenta artistas se negaron a actuar en eventos patrocinados por estas entidades. En España, festivales como el Sónar han visto cancelaciones de artistas emblemáticos como Arca, Juliana Huxtable o Kode9, y municipios como Rivas-Vaciamadrid han anulado su acuerdo con la promotora ShareMusic!, que organiza en esta localidad Love The Twenties, I Love Reggaeton y Love The 90s. Desde el activismo cultural hasta la política local, la presión crece con fuerza. La resistencia se manifiesta en renuncias públicas, en acciones directas y en el cuestionamiento radical de la lógica que normaliza el financiamiento de la cultura por capitales vinculados a violaciones de derechos humanos.
Legalmente, esta situación plantea serios desafíos. La participación en eventos financiados por fondos relacionados con crímenes internacionales puede implicar responsabilidades penales indirectas o civiles para artistas, promotores y organizaciones. La obligación de realizar debidas diligencias para evitar vínculos con financiación ilícita o con entidades que violan el derecho internacional es cada vez más clara bajo los estándares globales de derechos humanos y compliance.
Además, el riesgo reputacional y las posibles sanciones internacionales abren un nuevo campo de batalla donde la ética y la legalidad se entrelazan. La música, entonces, no es solo un territorio estético, sino un campo de disputa legal y política.
La filósofa Hannah Arendt dijo que el mal se perpetúa a través de la indiferencia y la obediencia cómoda. Hoy, esa advertencia resuena en los escenarios, en las pistas y en los programas de festivales que, sin cuestionar, amplifican una cultura que pone banda sonora al expolio, la guerra y la colonización.
Rechazar la financiación contaminada no es elitismo: es dignidad, es conciencia, es un acto de resistencia necesario. Porque la ética no es un lujo, sino la condición mínima para que la música siga siendo un territorio de libertad, y no un instrumento más en la maquinaria del capital y la guerra.
La conexión entre KKR y la industria musical no solo abre un debate ético profundo, sino que también plantea implicaciones legales serias para artistas, promotores y organizadores de festivales. La participación en eventos financiados por fondos vinculados a posibles crímenes internacionales puede conllevar responsabilidades legales indirectas, incluso penales o civiles.
Bajo el marco del derecho internacional, instrumentos clave como la Convención sobre el Genocidio (1948) y los Principios Rectores de la ONU sobre Empresas y Derechos Humanos (2011) establecen la obligación de que las empresas adopten medidas de debida diligencia para evitar contribuir a violaciones graves de derechos humanos. En caso contrario, podrían ser consideradas cómplices o facilitadoras de tales crímenes.
A nivel europeo y nacional, el panorama jurídico se ha reforzado considerablemente:
Esto implica que los festivales y organizaciones que reciben financiamiento de KKR deben implementar protocolos estrictos de control y transparencia para evaluar el origen ético y legal de sus recursos. No hacerlo no solo afecta su legitimidad moral, sino que también puede exponerlos a litigios y sanciones, además de graves daños reputacionales.
En un contexto donde la cultura se enfrenta a la captura del capital de guerra, la legalidad se convierte en un instrumento para proteger la libertad artística y la integridad de la escena musical. La indiferencia ante estas conexiones puede ser interpretada como una forma de complicidad, con consecuencias que van más allá del ámbito simbólico.
La música debería poder recuperar su poder crítico y ético, actuando con responsabilidad frente a las fuentes de financiamiento, para evitar convertirse en un vehículo que acabe legitimando estructuras de violencia y opresión. ∎