a semana pasada fui al cine a ver “La sustancia” de Coralie Fargeat. Confieso que me resistí un poco porque ya me habían advertido de que las imágenes eran algo “turbadoras”, y yo, que tengo el estómago sensible, temía acabar siendo una de esas personas que salen corriendo de la sala con la cara verde. Y bueno… no estaban exagerando. Durante algunas escenas tuve que desviar la mirada al móvil, taparme los ojos con las manos e incluso, en un momento de desesperación, hacer una pequeña “pausa técnica” en el baño para respirar profundo y recordarme que, después de todo, era solo una película. Durante la última media hora, estaba contando los minutos para que aquello terminara. Salí de la sala con un nivel de náuseas que me duró un par de horas, tiempo suficiente para reconsiderar mis hábitos cinematográficos.
No puedo decir que me encantara la película, pero sin duda me dejó huella. Es inquietante ver cómo refleja algo que, de algún modo, vivimos muchas mujeres, y me dejó al final con sentimientos encontrados.
Hace poco me topé con una lista de frases que había anotado en mi cuaderno, cosas que me habían afectado los últimos meses. Leyendo esas frases, no pude evitar reflexionar sobre el papel que yo misma juego como mujer que se acerca a los 40 en la industria musical. En mis inicios, nadie cuestionaba mi valor o mi trayectoria. Me veían como un avión a punto de despegar, aire fresco entrando por la ventana en una noche de verano. Con el paso del tiempo, sin embargo, la mirada empieza a ser distinta, y a veces me encuentro contestando a preguntas incómodas, de esas que a un hombre en mi posición difícilmente le harían.
Aquellas frases que había escrito en mi cuaderno las escuché en una reunión profesional que me dejó algo perpleja. Habíamos quedado para negociar las condiciones de un proyecto artístico en el que andaba metida y, con la distancia, ahora veo que la situación revelaba mucho más sobre mi interlocutor que sobre mí. Este caballero, que parecía llevarse grandes comisiones sin invertir un euro, decidió recordarme mi edad y sugerirme, con total amabilidad, que mi tiempo de éxito se estaba agotando. “Fíjate lo poco que te queda”, dijo con una sonrisa, como si estuviera comentando el pronóstico del tiempo tras preguntarme la edad (37 años). Ahí estaba él, seguramente 15 años mayor que yo, dándome lecciones de cómo funciona la industria, como si la música fuera un club privado donde la entrada caduca a los cuarenta. Igual si eres un concursante de “La Voz Kids” sí, pero, señor, entienda que la música es de todos y para todos.
Parece ser que Coralie Fargeat, directora de “La sustancia”, también atravesó sus propios cuestionamientos al cumplir los 40 años: “Creía que por mi edad ya era el fin, que ya no iba a tener un lugar en la sociedad”, comenta Fargeat. Este vacío la llevó a crear el personaje de Elisabeth Sparkle, interpretada por Demi Moore, quien recurre a una droga experimental para rejuvenecer, pero el proceso va dejando estragos físicos y emocionales. Sparkle, adorada en sus años de esplendor juvenil, termina renunciando a su propia identidad para cumplir con las expectativas de un mundo obsesionado con la juventud.
En “La sustancia”, la protagonista se enfrenta a la desesperación de no ser vista, de no sentirse suficiente, y expone con crudeza un problema estructural: la crueldad de un sistema que, incluida la industria musical, sigue valorando a las mujeres en gran parte por su juventud y atractivo físico. Mirando alrededor en la sala, noté que muchas espectadoras, igual que yo, se tapaban los ojos en las escenas más grotescas, donde la dignidad de la protagonista era pisoteada sin piedad, mientras algunos espectadores se reían. Esa reacción me hizo pensar en cómo nuestra sociedad se ha acostumbrado a ver a las mujeres como objetos de consumo, incluso de burla, como si esa violencia emocional fuera algo trivial.
Ver la película me recordó que el problema no está solo en el cine, sino en todas partes. Me hizo pensar en aquella reunión que por alguna razón sigue grabada en mi memoria, aunque daría cualquier cosa por borrar el archivo. Tal vez he tenido suerte de que situaciones así solo me hayan pasado un par de veces, o tal vez me preocupe que esto sea el pan de cada día en demasiados sectores.
El encuentro fue un show en sí mismo. El personaje en cuestión me lanzó una serie de observaciones sobre mi capacidad empresarial: “Nos tendrás que hacer facturas, y todo saldrá bajo nuestro sello”, decía, a pesar de que la mayoría de las composiciones fueran mías. Cuando osé expresar una duda, él, como un verdadero visionario, me dijo: “Vas de empresaria, pero no lo pareces”. Para cerrar con broche de oro, confesó que jamás había escuchado mi música y, sin inmutarse, me preguntó: “¿Cómo te sientes después de este encuentro?”. ¿Que cómo me siento? Pues como si me hubieran atropellado y luego me preguntaran que si les hago una reseña del golpe. Señor, así me siento. Pero, claro, son cosas que solo piensas en retrospectiva.
Ese comentario fue un recordatorio de que, para él, mi trayectoria no valía un comino, y que las mujeres aún tenemos que recorrer kilómetros y kilómetros para lograr un mínimo de igualdad en la industria musical (y fuera de ella). Según ‘Forbes’, los hombres ocupan el 70% de los cargos de responsabilidad en esta industria, mientras que la participación de las mujeres es solo del 30%. Y estas cifras vienen con su combo de diferencias salariales y el siempre presente toque de hipersexualización.
No hace falta decir que no me considero ninguna Taylor Swift, pero me sorprendió la falta de consideración en aquella reunión. Cuando terminó, salí con una impresión similar a la que me dejó “La sustancia”. Mi cabeza no paraba de repetir: ¿qué acaba de pasar?, ¿iba en serio lo que me dijo de que “si nos acercamos a ti, nos alejamos del éxito”? Me pasé días con la sensación de que debería haberme levantado y dejado plantado al caballero, pero todos sabemos que reaccionar en el momento es mucho más difícil, en teoría. Aun así, le escribí un mensaje preguntándole cuál sería su “función” para justificar ese porcentaje del beneficio que decía llevarse. Nunca recibí respuesta.
Hace poco, la cantante y compositora Carmen Boza anunció en su perfil de Instagram su retirada de los escenarios, explicando que necesitaba “priorizar, atender y sanar” su salud mental debido a las exigencias de la industria musical actual. La misma industria que parece demandar no solo creación, sino visibilidad constante en redes, contenido diario y presencia ininterrumpida. Por otro lado, el grupo Vetusta Morla, que también ha decidido tomarse una pausa recientemente, la describió hace poco como una “picadora humana”, donde la autenticidad, el tiempo para el arte, e incluso la música en sí misma, se relegan a un segundo plano. Así, el retiro de Boza podría interpretarse como un acto de resistencia, una forma de decir que la música, la autenticidad y el arte deberían estar en primer plano, no diluidos entre las demandas de visibilidad constante y las expectativas de una industria que favorece la novedad y el “ruido”.
Todo esto resuena para mí con el sentimiento de que acercarse a los 40 o a cualquier otra edad no debería implicar una cuenta regresiva de relevancia o valor en el ámbito musical, sino una etapa de madurez creativa que, idealmente, se respete. Tengo amigas músicas que prefieren no desvelar su edad para no sentir que así reducen su campo de posibilidades. La verdad es que no me parece raro que cada vez más artistas sientan la necesidad de apartarse, de poner un límite ante un sistema que parece demandar que su vida entera esté al servicio del “contenido”. Este ciclo de autoexigencia para crear, promocionar y estar “siempre presente” hace que el camino artístico pueda convertirse en una carga, incluso para quienes una vez amaron lo que hacían.
Siempre le digo a mis amigas que no vale la pena hacerse mala sangre ni envenenarse pensando que todo el mundo es igual. Creo que hay que aprender a valorar lo que logramos, fruto de nuestro esfuerzo, y dejar de medirnos con criterios ajenos. Pero también creo que es importante que hablemos de estas experiencias, que rompamos el silencio que tanto se espera de nosotras. A menudo se retrata a las mujeres feministas como figuras fuertes, inmunes a cualquier adversidad. Pero la realidad es que, a veces, ante determinadas situaciones en las que nos sentimos faltadas al respeto, el sentimiento de incredulidad y vergüenza ajena es tan fuerte que ni te sale reaccionar. Así que, si estás leyendo esto y te quedaste paralizada o ensimismada en un escenario similar al que he descrito, no te preocupes: es completamente normal.
Este texto no pretende ser una denuncia, sino una reflexión. Al final, películas como “La sustancia” o declaraciones como las de Boza son necesarias, nos invitan a resistir la tentación de mirar hacia otro lado, y nos recuerdan, aunque sea desde la incomodidad, que el problema no es solo un argumento de cine. ∎