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Firma invitada / Dry Martini

From a logical point of view

A

Robert Mitchum (1917-1997) se le hacía muy cuesta arriba trabajar con David Lean en “La hija de Ryan” (1970), porque decía que era demasiado lento rodando y él tenía mejores planes para aquellos días. Le insistieron y contestó que, en realidad, estaba pensando en suicidarse. Entonces le dijeron que si hacía la película correrían con los gastos del funeral y Mitchum aceptó.

Hablamos de un hombre que elegía sus trabajos en función de sus días libres, que decía que el mejor papel del mundo era la Dama de las Camelias porque solo había que echarse en un sofá y toser, y que una de las mayores estrellas del mundo era Rin Tin Tin. Así, con aquella mirada de soslayo, de “no pretenderá usted que le haga el menor caso”, filmó más de cien películas, entre ellas un buen número de obras maestras, sin apenas pestañear. Con la misma cara que puso cuando en una entrevista le hicieron preguntas demasiado personales: “¿Quiere que le cuente la historia de mi vida? Dije todo lo que sé al Departamento de Policía de Los Ángeles”.

Aquel tipo –que tenía bastante de golfo y de camorrista, de poeta aficionado a la marihuana y de borracho seductor, que desprendía un aura de fragilidad y melancolía, de violencia latente– le vino como anillo al dedo al cine negro. Desde luego no porque fuera un estudioso de las artes escénicas. Mitchum no tenía nada que ver con método alguno, ni con el Actors Studio ni con James Dean o Monty Clift mordiéndose las uñas. Y si había algún método, él mismo se encargó de definirlo: “Tengo dos formas de actuar. Con y sin caballo”.

Pero daba a la perfección con el arquetipo de outsider que precisaba ese género cínico y oscuro: un desarraigado de frases masculladas y ceño fruncido que parecía sacar los cigarrillos encendidos del bolsillo. Es imposible pensar en él sin ver al Jeff Markham de “Retorno al pasado” (1947), la obra maestra de Jacques Tourneur –con permiso de Burt Lancaster y “El halcón y la flecha” (1950)–, en la que se asiste a un duelo sin cuartel de hoyuelos en la barbilla, mano a mano con Kirk Douglas.

O “Cara de ángel” (Otto Preminger 1952), donde da vida a un fornido e improbable conductor de ambulancia al que Jean Simmons deja para el arrastre. Tanto, que hasta la pérfida Jane Greer acababa pareciendo una buena chica. Porque, aunque duros y sarcásticos, sus personajes solían topar con mujeres perversas –de esas que si te dan algo es a cambio de un precio horrible que lo vuelve todo vano– y en el fondo eran unos sentimentales.

Cuando parecía que nadie más podía volver a vestir con solvencia la gabardina de Bogart, ni atreverse con Philip Marlowe después de él (mejor olvidar la lamentable versión de James Garner), Mitchum lo hizo en dos ocasiones: “Adiós, muñeca” (Dick Richards, 1975) y “El sueño eterno” (Michael Winner, 1978). Y no temo incurrir en herejía si digo que, a su lado, Bogart llega a parecer un poco blando y demasiado bajo. También salvó un wéstern mediocre –“Río sin retorno” (Otto Preminger, 1954)– con su sola presencia, haciendo que Marilyn Monroe –que allí cantaba mal y actuaba aún peor– adquiriera hechuras de auténtica estrella. Además, compartió cartel con John Wayne en una de las mejores películas de la historia –“El Dorado” (Howard Hawks, 1966)– y produjo y protagonizó ese diabólico cuento infantil que es “La noche del cazador” (Charles Laughton, 1955), uno de los fracasos más brillantes jamás rodados.

Un día, mientras conducía, se le quedó grabada la canción “Little Old Wine Drinker Me” y decidió poner rumbo a Nashville para grabar un disco country – “That Man Robert Mitchum… Sings” (1967)– que contenía dos temas del propio Mitchum y estuvo varias semanas en las listas de éxitos. Y eso que en la contraportada figuraba un curioso comentario de Johnny Mercer, el fundador de Capitol Records: “No creo que Bob Mitchum sea el mejor cantante del mundo, pero sí es uno de los mejores tipos del mundo”.

También fue con Mercer con quien llevó a cabo su plan de grabar un disco de calipso. La cosa vino de cuando una noche, con su compañero de juergas Jack Lemmon, escuchó esa música caribeña y se puso a cantar improvisando los versos para asombro de los músicos. Sobre todo porque lo hacía cambiando los nombres femeninos por el de su sufrida esposa Dorothy, una mujer a la que Mitchum definió como “merecedora del Corazón Púrpura a los heridos en combate por aguantarlo”.

El disco “Calypso - Is Like So…” (1957) –excelente, por cierto– nos lo presenta contemplado por una hermosa morena, con el sempiterno cigarrillo y una copa de ron, a punto de cantar uno de los temas más divertidos y políticamente incorrectos del siglo XX –“From A Logical Point Of View”, donde establece que lo único razonable para conseguir vivir como un rey es casarse con una chica fea–, por el que hoy sería sin duda cancelado y tendría prohibida la entrada en cualquier universidad americana. Lugares en los que, por otro lado, nunca tuvo la menor intención de poner los pies. ∎

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