ubo más de un Lou Reed, o al menos así lo recuerdo. Aunque recordar es un compromiso burdo e insuficiente y la memoria atrapa a sus devotos en sus bucles cerrados, en sus propias lógicas mentirosas. El que me sedujo y aún no me ha soltado acabó su carrera con “Coney Island Baby” (1976), un fogonazo lírico que parece grabado esta misma mañana y que, si yo fuera de los pelmas que pone música en los funerales, dejaría dispuesto que sonara en el mío. Por ejemplo “Crazy Feeling”, con el ataúd aún abierto y los deudos llorosos.
Era el Reed que actuó en Barcelona en el 75, cuando era Gobernador Civil un tal Rodolfo Martín Villa. El mismo que le prohibió cantar “Heroin”, igual que había prohibido la actuación de Sisa en el Canet Rock –Sisa era un tipo muy peligroso, y los personajes de “Qualsevol nit pot sortir el sol” (1975) aún evocan funestas amenazas–. Es mejor no olvidar quién mandaba aquí mientras coreábamos “Sweet Jane” y nos creíamos el paradigma de la modernidad.
Apareció en el escenario con más de una hora de retraso, vestido de negro y con las sempiternas gafas oscuras. La estrella glam de las portadas de “Sally Can’t Dance” (1974) y “Rock’n’Roll Animal” (1974). Un hípster con cabeza de ángel ojeroso y drogado recién salido del poema de Ginsberg: no eran los tiempos del “bona nit Barcelona”, ni nuestro hombre era Springsteen u Obama. Un depredador del rock con garras y dientes afilados, el poeta del callejón, desdeñoso y airado, que parecía a punto de marcharse en busca del rincón más oscuro de la ciudad, un icono de su tiempo.
Poco después, más o menos a partir de “Rock And Roll Heart” (1976), se convirtió en otro. No volvió a grabar nada a la altura de “Berlin” (1973) o “Transformer” (1972), aunque “New York”, de 1989, lanzaba un breve destello de sus mejores tiempos. Entonces dejé de seguirlo. Era algo así como el viejo amigo que se ha casado con una chica a la que no le gustas y ha cambiado, y no quiero decir en absoluto que Laurie Anderson sea la Yoko Ono de esta historia. Hay gente, como Cohen, fiel a sí misma hasta el final, y otros, como Dylan, que cambian para ser siempre el mismo. Lou Reed pasó a ser el hombre que había sido Lou Reed.
Ese es el que aparece en la portada de “The Power Of The Heart” (2024) –un disco de versiones irregular como casi todos, entre la excelencia y la mediocridad–, un Reed vegetariano, un hombre de grandes ojos oscuros con cierto aire de novato, con un barniz de tristeza que no disimula del todo la chulería del superviviente. Está más cerca del estudiante de contabilidad y el oficinista que una vez fue que del líder de la Velvet atrapado entre Andy Warhol y la misteriosa Nico en los tiempos en que era muy difícil conocer a una pareja adecuada, pero se tenía el placer de conocer a muchas de las inadecuadas.
Del yonqui maldito no queda nada y los años de adicción no han añadido vejez a su aspecto. Lo más revelador de todo es que su mirada parece cargada de esperanza. Sin rímel, ni tinte, ni uñas lacadas. Está recostado sobre la mesa, su rostro reflejándose en el cristal debido a la creciente oscuridad. Podría ser un buen yerno, el seductor de la cuñada en una película de Woody Allen, o la estrella woke en la que al final se convirtió, pues así fue como acabó sus días el poeta de la heroína y el paladín de los travestis, salvando ballenas y tomando té chai, como cualquier ciudadano de Barcelona.
Los autores de las mejores versiones del disco sonríen con picardía y se quedan con el primer Reed. Nos pasa a algunos: son como jóvenes atrapados en el cuerpo de alguien mayor. Lucinda Williams (“Legendary Hearts”) parece que vigile la noche desde la calle de la desolación y Keith Richards, que algo entiende del lado salvaje, firma un “I’m Waiting For The Man” minucioso, como una foto ambiental que capta el espíritu zumbón del Reed de los setenta y se burla de un mundo sórdido y furioso. Rickie Lee Jones borda un “Walk On The Wild Side” que viene del fondo del bar, con una voz que es un destello de la luz que se refleja en el cenicero, como diamantes tallados, y yo recuerdo todo aquello y, como el pistolero de las viejas películas del oeste, le digo al camarero que deje la botella. ∎