Que me perdonen Tom McFarland y Josh Lloyd-Watson, los artífices de Jungle, porque no hay aquí intención alguna de menospreciar un proyecto que en diez años de andadura ha asumido sustanciales cotas de afecto y aprecio alrededor de un discurso sonoro que transita por el neosoul, el electro-funk o el avant-disco, etiqueta útil donde las haya para dárselas de enteradillo. Pero lo vivido el pasado viernes en un Sant Jordi Club con cartel de entradas agotadas sirve para ahondar en una sensación creciente que amenaza con asentarse –si no lo ha hecho ya– como patrón asumido por el público, a juzgar por las palabras intercambiadas y cazadas a las afueras del recinto una vez concluida la velada.
Lo de Jungle en la pasada noche del viernes –como ocurre cada vez con mayor frecuencia en conciertos programados en recintos medios o grandes, sin irse muy lejos los de Lil Nas X, The Blaze o el mismo Harry Styles, quien al menos se desplaza de lo estipulado con sus dotes sobradas de showman con charme infinito– obedece a algo que se podría denominar como el franquiciado del directo o los shows franquicia. Un setlist invariable de una fecha a otra –lo que deja sin argumentos a los fans que peregrinan para seguir a la banda por distintas ciudades–, un sonido mimético que busca reproducir a rajatabla lo escuchado en el disco y una propuesta escénica resultona y uniforme ajustada a un esquema que no permite la variación, lo que lleva a ceñirse a un solo repertorio para no desajustar los vídeos y el dispositivo de luces y parafernalia.
En definitiva, una sensación aguda de concierto prefabricado o excesivamente encorsetado que no permite las escisiones creativas, el traspiés como señal natural que permita sellar conexiones con el público y no digo ya una improvisación que parece exclusiva de los grupos desvinculados del dispositivo escénico como factor de espectáculo o de grandes bandas del pasado milenio –también actuales, pero fieles a ese espíritu que concebía el arte de la improvisación y los covers como una plusvalía para el público–. El resultado de tanto esquema prefijado e inmutable comporta una carga artificial para quien asiste a estas citas. Esa concepción del concierto como un ente orgánico abierto a un sinfín de posibilidades que sorprendan y agarren al público se desvanece en estos tiempos de miedo al error y al no cálculo. El melómano acude al directo, o solía acudir, con la esperanza de ser llevado a un lugar imprevisto o, como mínimo, para disfrutar del disco de turno en una nueva dimensionalidad que no permitía la escucha individual.
El problema radica en que lo experimentado la otra noche en Barcelona no dista demasiado de dejarse caer en algún rincón del Urban Outfitters para escuchar el hilo musical, si no fuera por la entrega generalizada de un público ajeno a –y probablemente contrariado por– las digresiones aquí expuestas. Lo que sí generaría mayor unanimidad es que la ausencia de conexión con el público –en ese sentido nadie del dúo se dedicó a interpelar ni a intentar conectar con el numeroso personal congregado más allá de los poco elaborados “vamos, Barcelona” o “muchas gracias, Barcelona”– y el saboteo a lo inesperado malbaratan las sensaciones dulces a las que te pueden llevar ciertos directos, algunos incluso en los que el valor escénico de la pantalla y los visuales tienen mucha presencia, como es el caso de Massive Attack.
Y todo lo anterior no invalida que el concierto de los londinenses fuera lo demandado por muchos, al menos si se juzgan las expresiones de júbilo en directo y sus réplicas extendidas en redes sociales. Su sobriedad elegante en piloto automático se desarrolló de entrada con los líderes en el centro del escenario, refugiados en sus voces alteradas y en la artillería sintética esparcida desde sus atriles. A su alrededor, batería, guitarra, teclados y contrapunto femenino –las buenas cuerdas vocales de Lydia Kitto– más congas y refuerzos de percusión. Las colaboraciones –invitados como Erick The Architect en “Candle Flame”– fueron despachadas a través de aparición registrada en vídeo y proyectada como telón de fondo. Con “The Heat”, de su celebrado debut, consiguieron el primer temblor de ese volcán que nunca terminó de erupcionar. El sonido metalizado sedoso cuajó en “What You’d Know About Me”, un corte que estrechó aún más sus similitudes con SAULT, como “Problemz” lo hizo con The Avalanches. Siguieron empalmando temas sin pausa, bajo esa sensación constante de soltar el producto de serie sin demasiada complicación, ciñéndose a un savoir faire soulful exquisito: el elegante estilo que facturan en sus discos –donde los clímax nunca encuentran el deseado repunte– se nutre de múltiples voces tratadas y de samplers e instrumentales que masajean el paladar y remiten a un tiempo pasado bajo una carcasa contemporánea.
No faltaron los globos gigantes para apuntalar el espíritu festivo y radiante que supura una música que, por momentos, especialmente la que contiene un último disco que centró el grueso de la noche, encajaría en la de un reservado de un club exclusivo de Los Ángeles. Aunque quizá no hay que irse tan lejos: “Don’t Play”, con sus toques french house y disco-house, podría sonar en la nueva configuración de La Paloma de Barcelona. Con “Holding On” abrazaron el electroclash y para el bis por contrato regresaron con “Keep Moving” y un “Busy Earnin’” como aclamado cierre: si quieren saber el setlist completo pueden consultar el que ofrecieron en París dos días antes o el que harán en Bogotá a finales de noviembre.
Un show compacto, dulzón y plenamente eficiente en su activación del aparato psicomotor, como demostraron las estampas de baile continuado entre el público –no en el escenario: ¿por qué desaprovecharon la oportunidad de hacerse acompañar por bailarines como reproducen en todos sus clips?–, pero, a la vez, tan ceñido a los raíles y los esquemas prefijados que lo orgánico quedó acorralado y también la vivencia que espera ser agitada, intensificada, para ser llevada a un estadio de entusiasmo superior. Una frialdad excesiva en su despliegue escénico que invalidó el efecto de un repertorio que, por otro lado, mantiene el seductor sabor de la escucha individual. ∎