La noche del pasado sábado no se registraron muestras de euforia ni sacudidas sísmicas en los bajos de la sala Apolo de Barcelona, durante el concierto de The Magnetic Fields. Por no haber, no hubo demasiadas estampas lumínicas comprometiendo la red telefónica del lugar. Pero sí que hubo una corriente emocional soterrada y constantemente alimentada: la que circulaba, mediante esas melodías desestabilizadoras contrariadas por letras muchas veces de signo inverso, desde el escenario hacia la espina dorsal de los presentes, iluminando sus facciones como signo inequívoco de la recepción de señal.
El principal responsable de ese constante trasvase de endorfinas fue –de nuevo– un Stephin Merritt predispuesto a enrolar a los presentes con su excepcional cancionero y levantar acta de sus sobrados atributos como cantautor. Empresa que libró acompañado por una solvente escuadra de cuatro músicos compuesta por guitarra acústica, teclados, ukelele y coros y una especie de chelo eléctrico ubicado en el centro del escenario pulsado por el fiel Sam Davol, mientras que el icono del indie se escoraba a la derecha con su guitarra y su imponente voz.
Con la interpretación de apenas un par de temas Merritt ya se había hecho con el control de la sala y había impuesto un silencio de admirable estabilidad, a excepción de esos aislados especímenes que no atienden al comportamiento demandado y que se empeñan en romper la magia cosechada. Si él imponía su voz cavernosa y su latido atribulado, en la otra punta del escenario Shirley Simms le daba una extraordinaria réplica vocal en los temas más luminosos y de rítmica inyectada. Como en “Kraftwerk In A Blackout”, con intervención de los teclados y sus ligeros desprendimientos sintéticos. “Come Back From San Francisco” –de su indispensable “69 Love Songs” (1999), que fue el disco al que más recurrió– alteró el riego sanguíneo de los presentes y desabrochó las primeras algarabías incontroladas de la noche cuando algunos reconocieron sus primeros acordes. En un pequeño salto hacia adelante, con la llegada de “The Day Politicians Died”, se replicaron esas muestras de júbilo incontroladas de los que han interiorizado el legado lírico y sonoro del neoyorquino para configurar su propia identidad sentimental. Con un Merritt de voz sepulturera y con coros armónicos de sus acompañantes, el tema se elevó por encima de la media. Le siguió “(I Want To Join A) Biker Gang”, maniatada con teclados de ligeras oscilaciones rítmicas. Se establecía así un patrón fijo a lo largo de la velada, que consistía en combinar las baladas más fúnebres y entristecidas con los cortes más centelleantes y coloreados, estos últimos edificados mediante el riego synthpop y el dance petardero de los teclados y la voz de Simms como contrapunto anímico al temperamento apesadumbrado de su partner.
Otro de los momentos mayestáticos fue la interpretación de la esperada “The Book Of Love”. El trovador de las almas rotas se alejó de su guitarra para centrarse en un sortilegio vocal que terminó por despedazar las últimas corazas en pie. Bajo los únicos acordes del chelo, rodeado por un atmósfera silente y solemne, Merritt extendió su hechizo entre los congregados. “Quick!” sirvió para devolver los corazones abducidos a sus compartimientos corporales e incluso para provocar cierta oscilación cervical en más de uno.
Sin ningún atisbo de modificar su conocido porte hierático, el músico estadounidense alcanzó una nueva cumbre en la interpretación desolada de “‘01: Have You Seen It In The Snow”, una canción navideña sonsacada de su álbum “50 Song Memoir” (2017). El espíritu de trovador se volvió a manifestar en la excepcional “Papa Was A Rodeo”. La tregua de los smartphones en alto se rompió con una de las tonadas más anheladas: “All My Little Words”. En “The Luckiest Guy On The Lower East Side” se volvió a activar el rotor corporal y se multiplicaron las muestras de efusividad. “All The Umbrellas In London", singularizada con esa capa de synthpop juguetón, no rebajó el afecto amoroso hacia los estáticos ocupantes de un escenario desposeído de ninguna marca de distracción. Una apuesta escénica minimalista acorde a ese discurso que multiplica el placer, y el escozor, que se hospeda en unas suites de cámara de buscada simplicidad. Un menos es más potenciado por la agudeza inscrita en las letras, el ingenio sardónico que guía la composición, la voz imperial de Merritt para darles salida y la sincronización impecable de los músicos que le dan cobertura.
La velada –que abrió el norirlandés Conchúr White, con próximo álbum en Bella Union– sufrió una pequeña desaceleración en “Take Ecstasy With Me”, que se logró corregir de inmediato con la cautivadora “14: I Wish I Had Pictures”. Tras la salida del escenario, y sin tiempo para reclamar más raciones de su exquisito brebaje, la banda neoyorquina regresó para prorrogar el flechazo con tres últimas miniaturas pop deliciosas: “A Chicken With Its Head Cut Off”, “100.000 Fireflies” y una “It's Only Time” en la que de nuevo Merritt se olvidó de sus compromisos con la guitarra para centrarse en esa voz prodigiosa.
Se llegó así al cómputo de treinta ofrendas musicales sin apenas intervalos para recomponerse del bombardeo emocional. Podrían haber sido tres como 69, que el efecto habría sido el mismo; uno que no se quita a la primera lavada. ∎