Cuando te planteaste hacer un documental sobre toreros, ¿buscabas transmitir esta experiencia tan potente?
La verdad es que al principio no tenía ni idea de qué quería ofrecer. Pero encontramos a Andrés Roca Rey y nos dimos cuenta de que desprendía una fotogenia y una presencia al nivel de los actores de ficción. Además, dispusimos de un acceso privilegiado a esas esferas del mundo de los toros: la furgoneta, la habitación de hotel, incluso en la plaza. En la plaza trabajamos con diversos operadores, y es la primera vez que yo he estado mirando imágenes antes de acabar el rodaje. A medida que filmábamos, íbamos intuyendo qué resultaba de más interés, e íbamos afinando nuestras decisiones respecto a los encuadres, la luminosidad, las imágenes que finalmente nos interesaban…
Por momentos, en algunos de esos planos cerrados, hay una tendencia hacia la abstracción.
Combinamos esos encuadres cerrados en que de repente casi solo ves una parte del animal y mucha arena, como en el desierto, con el hecho de trabajar con planos muy largos de duración. Así todo quedaba más orgánico, porque se mantiene el tiempo y el punto de vista, que permite entender el movimiento de las corridas, y se genera además esa sensación inmersiva.
¿Hasta qué punto esta película hubiera sido imposible sin la tecnología actual?
Toda esta intensidad que transmite la película es inédita. Ni tan siquiera la gente en la plaza ha visto una corrida tal y como se plasma en “Tardes de soledad”. Siempre digo que soy el tío que ha visto más imágenes de calidad de tauromaquia de la historia de la humanidad. Porque apenas se habían filmado imágenes de esta calidad hasta ahora. Y teníamos más de 700 horas de material. Pero al final interesan más las imágenes que ha generado la tauromaquia que la tauromaquia en sí. Como se trata de un documental, aceptas la responsabilidad de equilibrar todos los elementos que revelan las imágenes registradas, y no subrayar algunos aspectos en detrimento de otros para plasmar un posicionamiento concreto. Y creo que es esta complejidad, el hecho de que la película incorpore la estética de la tauromaquia, pero también su violencia, la vertiente humana, la trascendental, el humor, lo que acaba atrapando al espectador.
¿Filmar la muerte de los animales te supuso algún tipo de reto?
Al contrario. Cada vez que lo veíamos, nos gustaba más. No solo a mí, que ya había ido a los toros y provengo de un entorno rural donde estás acostumbrado a la matanza del cerdo o a ver a tus abuelos despellejar conejos. También a los operadores de cámara, para quienes era una novedad. Porque acabas encontrándole algo poético. En ese momento final de la muerte, hay algo que resulta al mismo tiempo crudo y adictivo. Y tiene que ver con algo constante en todas mis películas, esas imágenes de la injusticia, de la jerarquía, imágenes tensas que acaban encerrando una cierta belleza.
Me interesa la lectura de género del filme. Todo es muy masculino, pero tiene una perspectiva muy íntima, y de hecho el ritual de Roca Rey –ceñirse el vestido, los complementos, el espejo…– estaría muy asociado a la feminidad.
Aquí hay mucha ambigüedad. Tampoco llega a aparecer del todo el elemento homoerótico. A mí me hubiera gustado que se notara más, porque al fin y al cabo sí que vemos al protagonista convertirse en un objeto del deseo. Y el toreo tiene que ver con esta intimidad de los cuerpos, es muy físico: la sangre, los roces, las embestidas, la penetración. Incluso lo de sacar a hombros al torero es un contacto elegante, pero carnal. Pero el homoerotismo no llegó a concretarse tanto como esperaba. Otro tema que no apareció en absoluto en la plaza fue la idea de españolidad. En cambio, nos encontramos con el humor, que no lo esperábamos, a través de esos personajes pintorescos de la cuadrilla, con su lenguaje tan florido, que parecen no asimilados por la estandarización del mundo actual.
¿Y hay algo más que buscases y que eches en falta en la película?
Las mujeres. Yo tenía esa fijación con la literatura de Georges Bataille y Michel Leiris, con todo ese vínculo entre erotismo, sexo y muerte. Y buscaba fijarlo a través de alguna presencia femenina que expresara ese deseo por un hombre vinculado a la muerte. Pero no acabamos de encontrarla y tampoco quisimos forzar las cosas. Las imágenes acaban imponiendo su realidad.
¿Cómo os planteasteis la música para un documental?
La película es muy oscura, así que decidimos trabajar a partir de clichés. De ahí los fragmentos de Sibelius, Jefferson Airplane y “El cisne” de Saint-Saëns. Yo tengo miles y miles de discos de música clásica, así que hubiera podido encontrar piezas mucho más raras. Pero pensamos que, por contraste, esos clichés le sentarían bien al film, que lo iluminarían. También incluimos esa música electrónica de ruidos distorsionados habitual en mi cine, que sigue la tónica de que exista una continuidad entre sonido y música, y viceversa.
La segunda parte del filme parece buscar una cierta idea de trascendencia a través de la depuración y la repetición.
Me interesaba reproducir lo mismo que sucede en la plaza, con estas reiteraciones en bucle, hasta el punto de que puede resultar aburrido. Cuando Roca Rey vio un primer montaje, se quejó de que “faltaba triunfo”. Pero acabó entendiendo que nos quedábamos con la esencia de la corrida: el vínculo entre toro y torero, ese proceso de progresiva dominación al que el toro opone su bravura y que culmina con su muerte. Y que eso quedaba reflejado en un detalle que no se capta cuando estás en la plaza. Esta es la metáfora final de la película. No vemos a los espectadores del ruedo, así que el público de la sala se acaba convirtiendo en esta audiencia elidida, que además dispone de las herramientas del cine para experimentar la corrida, en una dimensión incluso física, como no se había sentido antes. ∎

Uno de los titulares que acompaña la primera incursión de Albert Serra en el documental afirma que se trata de una película de toros como no se había visto antes. Hay en esta proclama una renovación del voto de fe en la ontología del cine tal y como la articuló André Bazin: el cineasta catalán ha recurrido a un dispositivo de última generación del registro de la imagen y el sonido para recoger una visión (y audición) inédita de la tauromaquia, una realidad que pasa desapercibida incluso a quienes asisten a la plaza. “Tardes de soledad” (2024; se estrena hoy) se despliega en torno a esta experiencia expandida, intensísima y compleja del toreo, a través además de un proceso de depuración del ruido habitual que envuelve a esta práctica. La película prescinde de los discursos a favor o en contra, de la apropiación nacionalista o folclórica, e incluso de su dimensión más vinculada al espectáculo, para sumergir al espectador en la tauromaquia desde una perspectiva íntima a diferentes niveles. Contemplamos la liturgia de prepararse para la faena del protagonista, el torero Andrés Roca Rey, en un despliegue que pone en evidencia unos rituales tradicionalmente más asociados a la feminidad. Somos cómplices de la conexión de la cuadrilla con su líder, al que celebran continuamente en esos trayectos dentro de una furgoneta. Asistimos a los enfrentamientos de Roca Rey con los toros, encuadrados también como un vínculo siempre cercano con el animal, en un rondó de sangre, tortura y muerte. Y somos testigos finalmente de la insoportable agonía de las bestias, mostrada sin tapujos dentro de este entramado hiperrealista que no oculta la fascinación por el toreo de sus responsables. ∎