Aunque Zapico no oculta las miserias y excesos violentos de ambos bandos, nunca cae en la equidistancia cobarde: en la revolución del 34 hubo opresores y oprimidos, y quienes querían mantener su status quo frente a quienes querían, simplemente, mejorar sus miserables condiciones de vida. Frente al revisionismo ideológico de quienes pretenden hacer pasar el golpe militar del 36 como una justa reacción a una situación insostenible que habría comenzado en la revolución del 34, el autor ofrece un relato temperado de los hechos, sin intención propagandística. Los primeros dos tomos son más densos y profusos en información histórica; pero, a partir del tercero, Zapico aligera textos, compone las páginas con menos viñetas y vuelve su trazo más expresivo y suelto. Son las lecciones narrativas que extrajo de la realización de otra obra,
“Los puentes de Moscú” (2018), con intención mucho más inmediata. Sin duda el tercer y sobre todo este cuarto tomo se benefician de esta decisión, facilitada también por el hecho de que los lectores ya tienen claro el escenario y Zapico se puede dedicar a añadir capas a sus personajes y matizar su psicología, con escenas más contemplativas y con más calado emocional. En los comienzos de la historia, la mayoría de protagonistas adolecían de ciertos clichés y eran, en cierta forma, estereotipos útiles para el desarrollo de la trama. Pero para cuando llegamos al cuarto libro, todos respiran con un aliento veraz y se han convertido en individuos complejos y matizados, especialmente en lo que respecta a Tristán, el hijo del marqués, que irá descubriendo poco a poco su conciencia política, su novia Isolina, una mujer de armas tomar que se negará a asumir su condición de víctima en el conflicto, y su padre, el líder minero Apolonio, un bruto entrañable de férrea conciencia colectiva que, en el clímax de la historia, alcanza una dimensión mítica.
Finalizada la revolución en el tercer libro, esta última entrega se centra en el destino de quienes han sido derrotados. Es una historia amarga, como todas las de perdedores, en la que Zapico se permite una subjetividad mayor, de forma que introduce más claramente sus ideas en torno a la lucha minera de Asturias, que plantea como una cuestión generacional: un proceso en el que los padres se sacrifican por sus hijos sucesivamente, sin solución aparente. Pero, más allá de eso, lo más interesante es comprobar que la novela rusa que fue “La balada del norte” deviene en un wéstern crepuscular no canónico, que incluso tiene a su propio héroe de frontera. Se pasa, así, de lo histórico a lo mitológico, con total naturalidad, en una conclusión de altos vuelos en la que Zapico, que entrega las mejores páginas de su carrera, ha alcanzado ya la madurez como autor de cómics. ∎