Oh, Amycita de mi alma, Amycita de mi corazón, tú que estás en los cielos, malditos sean los hombres y el caballo que te mató. Pues aunque las pruebas de tu muerte no fueran concluyentes, sabemos que la toxicidad, humana o química, tuvo la culpa de tu marcha.
Me sale comenzar esto así porque de tanto escucharte siento que te conozco –conocía, mejor dicho–, querida Amy. Lo que nos dejaste a tus amantes anónimos, al menos. A esos que nos hemos atizado tanto en la pernera, maldiciendo con gracia por disfrutar de algo que parecía hablarnos y a lo que, aunque le echáramos mil y una ganas, jamás hubiéramos logrado imitar.
Es vibrante, tierno y a la vez desangelado verte en esas fotos de niña. Una cría de sempiterna sonrisa y dientes de caballonejo, a lo Bugs Bunny, que impone recibir un abrazo sin oposición posible. La misma Amy Winehouse (1983-2011) que escribía en post-it y hojas sueltas y cuadernos guarreados, seguro, poniendo el gran angular en esos ojos color jade por los que hubieras sido una elegida en la película “Golpe en la pequeña China” (John Carpenter, 1986).
Hemos de agradecer una vez más, y por muchas, a Libros del Kultrum por traer a España este libro que me ha dado el valor de hablarte como seguro te hubiera hablado de haberte conocido en vida. Como a una amiga. Al menos en los tiempos que relatan estas páginas, salpicadas de imágenes de tus escritos, fotografías personales y archivos de lo más heterogéneos. Porque de eso va “De su puño y letra” (“Amy Winehouse. In Her Words”, 2023; Libros del Kultrrum, 2024), de ti antes de que dejaras de serlo. Antes de convertirte en una de esas personas de quien todo el mundo habla con el apellido incluido.
El prólogo de la obra lo escribieron tus viejos –qué bien lo hacen, por cierto, como si se hubiesen torrado mucho al sol y se hubieran quedado NEGROS para hacerlo–. De lo que cuentan, me creo la mitad. Sí cuela, por ejemplo, que cantases cuando eras una enana hasta que te pedían que te callaras. Y que te aprendieras las canciones escuchándolas solo un par de veces. No dudo ni un segundo que, recién enseñada a juntar dos letras, te pusieras a escribir como una loca. Tampoco que hicieras haikus, querida, porque desde que te escuché por primera vez sentí algo de la serendípica narrativa oriental en tus versos. Todo parecía remitir a sitios diferentes, como un imán despistado que se arrima a su contrario inconsciente del poder de su atracción.
He dicho antes que lo de tus viejos me tiene mosca con este libro. Y así es. Porque sé, Winehouse, lo que es tener progenitores que te quieren pero a los que les cuesta quererse a ellos mismos de vez en cuando. Por eso la pantomima santurrona que les resbala por mí que la dejen en la sinagoga, dama y caballero. Tampoco le pille de nuevas a nadie. Para escribir lo que escribía Amy hay que estar un poco roto. Sin gibraltares astillados pespunteando el cuerpo de tu memoria no puedes ser tan sensible a los oscuros hoyos de la cotidianidad. Para desvelar la belleza de la tortura como quien corta pan, hay que haber sufrido de antemano.
Cierto es que este libro no encarna el armagedón de tu vida, Amy. Es más bien la génesis. Un núcleo concéntrico. Pues sabiendo todos que acabaste presa de la oscuridad, reconocemos en estas páginas que naciste hija de la luz. Dotada para lo que terminaste siendo. Alumbrada, en el irrefrenable aliento del cosmos, para darnos fe de que la magia existe y se esconde en forma de canción.
Se ha escrito lo indecible sobre ti. Sobre tus adicciones, tu degradación y tus salvoconductos al silencio de esa mente, lúcida y perversamente hiperestésica, por la que te dejaste dominar. Quizá hemos visto poco, más bien nada, de quien fuiste antes. Y es fabuloso conocerte sana, vital, frágil en tus confesiones pero fuerte en tu reacción. El libro es un caramelito para cualquiera que te aprecie. Es precioso. Como lo fuiste tú, vaya. Y solo me queda preguntar si yo, si todos quienes te adoramos por encima de tus posibilidades, te asfaltamos el camino a esa autodestrucción latente que albergabas.
Sea como fuere, tus cartas y canciones, de tu puño y letra, tienen un altar en mi estantería. Con una vela enfrente que, aunque suene friki, encenderé si pongo alguno de tus discos. Como homenaje. Incluso como disculpa. ∎