Me imagino a la directora y guionista de “Babygirl” (2024; se estrena hoy), la neerlandesa Halina Reijn, reuniéndose con la protagonista del filme, Nicole Kidman, y diciéndole que van a generar mucho debate con la película. Esta parece ser la única razón, o la principal por encima de cualquier otra consideración, para la existencia de “Babygirl”: suscitar debate o polémica sin importar demasiado cómo lo consigues.
El cine reciente realizado por directoras que habla del deseo, la obsesión por la juventud, el culto a la belleza, la cosificación del cuerpo femenino y temas similares desde una perspectiva casi siempre radical respecto a los géneros y métodos tratados –“Titane” (2021) de Julia Ducournau, “La sustancia” (2024) de Coralie Fargeat– también busca ese punto de polémica, pero lo hace a través de la rebelión de las formas. En “Babygirl” todo se reduce al tema. Ni el guion, con procesos de los personajes mal contados, ni la realización, bastante simple y con el recurso videoclipero –y completamente innecesario– de adornar con canciones las escenas de seducción y sexo, apuntalan o trascienden el sustrato argumental de un filme acomodaticio. La directora tiene a Nicole Kidman permanentemente frente a la cámara, y su complicidad es uno de los pocos elementos destacables: verla en primer plano mientras un cirujano le pincha agujas en las mejillas y las sienes para una ración de bótox nos hace pensar más en la actriz real, cuyo rostro ha ido cambiando tanto que a veces parece una máscara petrificada, que en el personaje que interpreta. A diferencia de Demi Moore, que se integra dentro de todos los elementos que constituyen “La sustancia”, Kidman es lo único que resalta en “Babygirl”. En todo caso, muy valientes las dos actrices con los papeles que aceptan.
Ella se llama Romy y es alta ejecutiva de una empresa de robótica. Tiene el poder absoluto. Está casada con el director de teatro que encarna Antonio Banderas, personaje que lo acepta todo de manera algo naíf y, de repente, estalla de furia sin que ese cambio sea razonablemente explicado. Tienen dos hijas adolescentes. A una de ellas le gustan las chicas. La otra es muy tradicional. Viven en un lujoso apartamento y tienen una casa aún más opulenta en las afueras. Pero no es todo poder y confort en esta vida, nos dice la directora. En la primera secuencia del filme, Romy hace el amor con su marido y finge el orgasmo. Él le dice que la quiere. Ella tarda casi un minuto en decirle lo mismo. Se levanta, camina hasta otra habitación, se acuesta en el suelo, abre el portátil y se masturba viendo imágenes porno. Ahora parece que el orgasmo no es fingido.
Ese es el lado oscuro del personaje. Se nos dice varias veces que es oscuro, por si no nos habíamos dado cuenta. Y se vuelve más sombrío cuando Romy entra en un juego de seducción, humillación y sumisión con uno de los becarios de la empresa, Samuel (Harris Dickinson). Su seguridad se va al traste cuando acepta la relación. Todo empieza con una imagen que quiere tener el alcance de una metáfora, y que se repite al final por la misma razón de antes, por si no nos había quedado claro: un perro está a punto de atacar a Romy en la calle y Samuel, a quien aún no conoce, calma al animal dándole una galleta. El becario tratará a la ejecutiva del mismo modo, dándole galletas (literalmente) para después someterla. Para ella, ¿es solo cuestión de deseo, de tener un orgasmo de verdad? La relación va de dar o quitar poder, según Samuel, pero en el proceso nadie gana y casi todos pierden. La película podría haber mostrado de manera más firme como puede llegar a desmontarse una personalidad tan segura de sí misma como la de Romy, pero tras unas cuantas escenas sin mucho sentido y otras que rozan el ridículo –atención al plano de Romy armada con dos bolsas de guisantes congelados para curar las heridas después de la pelea entre el hombre que la ama y el joven que la somete, una fantasía de otro tiempo–, el filme se instala en un remanso conservador que aspira a ser irónico, pero no lo consigue. “Quiero ser normal”, comenta la protagonista. En cómo alcanza esa “normalidad” estaría el debate, pero no creo que este tenga demasiado alcance. ∎