Ha pasado más de un cuarto de siglo desde que Bruno Dumont (Bailleul, 1958) irrumpió en la Europa fílmica con películas como “La vida de Jesús” (1997) o “La humanidad” (2000). Su filmografía comenzó siendo muy oscura, pero en los últimos años se ha abierto más a la luz. El Dumont más reciente es un realizador más habitualmente apegado al humor, aunque mediante obras que no son comedias, o no son solo comedias, sino que se relacionan con la narrativa de misterio e incluso con la ciencia ficción.
Este es el caso de su último largometraje, “El imperio” (2024), que recibió el premio del jurado en el festival de Berlín de 2024, un juego peculiar de batallas de alcance cósmico que tienen lugar, de manera más bien clandestina, entre el vecindario de una pequeña localidad rural francesa.
Los géneros cinematográficos son a la vez tradiciones artísticas y etiquetas comerciales que pueden oprimir. Como autor, ¿miras el mundo del cine de género como algo de lo que diferenciarse o como una tradición potencialmente fértil con las que trabajar?
Para mí los géneros solo sirven para dividir el cine en categorías. Los veo como una herramienta intelectual para la crítica, para clasificar el cine en diversas categorías y estilos. No pienso mucho en ello. Es como una manera de ordenar la libertad del cine. En cambio, me interesa la tragicomedia, por ejemplo, porque es una mezcla. A mí me gusta buscar puertas, conexiones, entre géneros diferentes.
¿Y qué te atrajo al lado oscuro de la ciencia ficción?
Como espectador, creo que es un género muy metafísico. Permite filmar el espacio infinito de una manera no intelectual. Y me encaja, porque me gusta explicar cosas complicadas de manera sencilla.
“El imperio” es una película que trata de bondades y maldades absolutas que no lo son tanto. ¿Qué pensaría de ello el joven Bruno Dumont que era profesor de filosofía?
El profesor de filosofía pensaría esto mismo. Que el bien y el mal están mezclados en la naturaleza. Que lo que hacemos con esta realidad es una separación de orden intelectual. El cine de ciencia ficción también hace eso: divide claramente el bien y el mal, el héroe y el villano. He cogido esta característica de las space operas, pero en mi película, como en la naturaleza, todo está más revuelto.
En la ciencia ficción puede resultar inusual que los supuestos buenos de la película cometan asesinatos sin atenuantes, como sucede en tu último filme. ¿Esta especie de caballeros Jedi que presentas tienen una concepción despótica del bien?
Sí, y es un punto que me interesaba. Reflejar que, si rascas un poco dentro del bien, te puedes encontrar algo malvado. Y también que el bien puede ser totalitario y el mal puede ser divertido.
Estos violentos defensores del bien pueden chocar en el ámbito de la ciencia ficción, pero no desentonan con la historia de la humanidad, con sus iluminados violentos, con sus guerras supuestamente santas…
Muchas veces hay buenos que se revelan como perversos. El abad Pierre (un sacerdote implicado con el activismo social y con la resistencia al nazismo de quien se conoció posteriormente que había violado a mujeres y niños a lo largo de los años), por ejemplo, en Francia. Y eso es algo muy problemático para la gente que siente que debe separar claramente el bien y el mal.
Has declarado que no concibes la película como una parodia de la saga de “La guerra de las galaxias” y filmes similares.
Exacto. Yo no me burlo de estas películas, como sí hizo Mel Brooks (se refiera a “La loca historia de las galaxias”). En “El imperio”, las naves espaciales son muy impresionantes, no están representadas desde la ironía. Admiro mucho la sofisticación técnica de las películas estadounidenses de este género. El fondo de estas obras nos puede parecer un poco superficial, pero son trabajos que respeto mucho tecnológica y visualmente. Lo que sí me suele molestar es su exceso de seriedad. Tengo la tendencia a querer romper con estas cosas, a ponerme iconoclasta cuando alguien empieza a pontificar. Es por eso que en la película, cuando las cosas se ponen demasiado serias, aparecen los personajes de los dos detectives y las recubren de un cierto elemento burlesco. Me gusta eso, que haya un poco de seriedad y un poco de burla. Y que sean como el aceite y el vinagre, que no se acaban de mezclar del todo.
Este tono indeterminado es sugerente y facilita que se ramifiquen las posibles recepciones del filme. ¿Tienes en mente alguna idea básica de cómo la audiencia puede entender y experimentar tu película?
Bueno, no creo que sea mi problema. Si me preocupase por ello, trabajaría en el audiovisual comercial. No me interesa complacer al espectador. Y digo eso con mucha humildad, porque yo también soy un espectador y no me pongo por encima de los demás. Para mí, el criterio más importante es la sinceridad en lugar de querer agradar. Soy consciente de que a veces pongo dificultades al espectador. El héroe de mi primera película, “La vida de Jesús”, era malvado. Y eso podía romper los esquemas de muchos espectadores. Quizá estoy un poco en los márgenes en este sentido, pero no creo que sea algo problemático porque no aspiro a ser millonario.
En “El imperio” hay esta mezcla de tonos que decías, y hay humor, pero el desenlace me pareció emocionante. No sé si fue voluntario que te acercases un poco, aunque fuese solo en este tramo final, a los clímax épicos de un blockbuster.
El papel de la música en la película fue una de las claves. Es épica en todo momento. Es un poco grandilocuente y en algunos momentos casi va por su cuenta. Por ejemplo, cuando los protagonistas se están besando, la banda sonora es muy espectacular. No es algo irónico, pero me gusta que casi se contradiga con unas imágenes que van por otro camino. Es como una música grandilocuente de péplum que contrasta en una pequeña película naturalista hecha con poco dinero.
Antes te preguntaba por tu relación con los géneros como autor. ¿Cuál es tu relación con ellos como espectador?
Creo que soy muy buen espectador. Me gusta el cine de terror, por ejemplo, y creo que a través de él se pueden decir cosas interesantes. También puedo ver comedias completamente estúpidas. Y no las critico, no las critico en absoluto. Un filme de, no sé, de Louis de Funès, que es muy popular, no tiene por qué ser como uno de Ingmar Bergman. No necesito que me digan cosas profundas todo el rato. Me gustan mucho las series también, por ejemplo.
Vuelves a jugar con personajes de obras que has dirigido previamente, e incluso haces un guiño a tu primer largometraje. Es algo que encaja con la ciencia ficción actual, desesperada por generar ficciones serializables. ¿Cuál será el siguiente paso en esta especie de Dumont Cinematic Universe?
Quiero que mi próximo filme trate de niños pequeños. En “El pequeño Quinquin” (2014) o “Jeannette, la infancia de Juana de Arco” (2017) ya trabajé con niños de 7 u 8 años, pero ahora quiero que sean mucho más pequeños. Sé que es difícil, pero la dificultad me atrae. Si algo no es difícil, me aburre. También me gustaría hacer una película con animales. ∎

“La vida de Jesús” (1997)
El primer largometraje de Dumont fue un arisco drama social tamizado por dosis de humor negro y coitos agitados, protagonizado por un joven callado de intereses restringidos. La película trata de apatías, de falta de perspectivas y también del racismo y del machismo vistos como algo parecido a un hobby por incomparecencia de otros estímulos. Algunas elipsis enigmáticas parecen anticipar la existencia de una maldad que no se comunica, que no está del todo escondida, pero que tampoco se acaba de revelar a simple vista.

“Hors Satan” (2011)
Dumont volvió al tema de la maldad, quizá ahora bajo influjos sobrenaturales, para retratar una inquietante relación entre dos jóvenes. Un hombre protege violentísimamente a una chica de su padrastro abusador y de quien le parezca. Con aires de folk horror minimalista ubicado en la Francia de provincias, “Hors Satan” es un cuento insano de psiquis insondables y vínculos nacidos (quizá) de la soledad y las heridas, salpicado de escenas de una brutalidad seca que dribla la tentación de espectacularizar la muerte.

“Jeannette, la infancia de Juana de Arco” (2017)
¿Un musical sobre una jovencísima Juana de Arco que seleccionar para el panteón de películas sacrílegas del cine mundial? En realidad, no: esta obra puede tener un aspecto provocador, pero no parece precisamente una ofensa al cristianismo, sino un juego más o menos simpático de anacronismos alrededor de la vocación, del deber que llama de una manera que puede parecer insensata. Evidentemente, el rey del petardeo fílmico John Waters la consideró su película favorita de ese año.

“El imperio” (2024)
El autor de “El pequeño Quinquin” (2014) recupera a personajes de esta serie para decorar una historia de dos civilizaciones enfrentadas por el control de la humanidad. Comedia lacónica sobre la imposibilidad de discriminar plenamente el bien y el mal, aporta también un comentario sobre la polarización política: quizá la respuesta sea practicar sexo. El equipaje narrativo puede ser demasiado liviano para un viaje de casi dos horas, pero el empeño respira libertad (tonal, de enfoque) y puede resultar refrescante. ∎