Libro

César Campoy / Juan Puchades

Los 100 mejores discos del rock español de los 60 y 70Efe Eme, 2023

Cabe esperar que detrás de una evocadora cubierta –los distintos modelos Seat 600 seguramente traen buenos recuerdos a muchos lectores– se escondan buenos contenidos. Retirada la funda de plástico, el ejemplar se abre por una página al azar en la que vemos a dos mujeres que miran a cámara, con firmeza. Son las hermanas Carmela y Tina Muñoz, más conocidas como Las Grecas. La reseña de “Gipsy Rock” (1974) destaca por el contexto social y musical, pues incide en los detalles de producción e impacto que tuvo el álbum. Dos elementos habituales en el trabajo de documentación, información y opinión de los autores. En este caso, la nota es de Juan Puchades (Valencia, 1965). Indicar que el volumen no está hecho a cuatro manos. La fórmula aplicada es la de 1+1. A partir de ahí, el lector descubrirá las querencias de ambos firmantes.

Al hojear el libro aparecen nombres muy conocidos, como los de Bruno Lomas, Los Brincos, Los Bravos, Los Canarios, Leño o Tequila, junto a otros ilustres como Los Relámpagos, Pekenikes, Los Salvajes, Los Sírex o los Solera que derivarían en Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Gúzman, además de Z-66, Màquina!, Salvador o Mermelada. Y también desconocidos o semiolvidados, como El Luis, Iceberg, Tara, Los Pepes, El Rebuzno de Bisonte, Noel Soto, Los Faros, Taranto’s o Bibiano (delicada reseña del disco “Aluminio”, de 1979, a cargo de Puchades). Mas unos cuantos, normalmente tránsfugas con el suficiente talento para servirse del rock aunque su bitácora musical y emocional los ha llevado por otros derroteros dejando huella, como Remigi Palmero, Hilario Camacho, Gato Pérez o Elkin & Nelson; César Campoy (Valencia, 1973) se enciende en la crítica del “Ángeles y demonios” (1974) del dúo.

La estructura del texto parte de una metodología sencilla. Prima el orden cronológico de la edición de los discos, que se combina con el orden alfabético del solista o grupo escogidos. El resultado fortalece el relato musical y el porqué de algunas grabaciones, en especial aquellas que suponen un cambio de paradigma o, incluso, una ruptura o visión nueva. En casos determinados también constan antologías. A los cien álbumes del título se le añade como coda una bola extra –sin spoilers– que sorprenderá. También un apéndice de otros discos recomendados, cincuenta y seis, algunos de los cuales podrían contabilizar en la lista principal. Y otro más de veinte títulos dedicado a pioneros como Los Llopis, llegados de Cuba. Al tratarse de una suerte de diccionario o, si se prefiere, un libro de consulta, la publicación incluye un índice onomástico. También sorprende –y se agradece– que músicos muy evidentes no estén representados por el álbum que se les supone.

Los autores, cuales signatarios discólicos, no solo pretenden honrar la música escogida, muchas veces manufacturada con las uñas por mor de la precariedad de los recursos puestos a disposición de los intérpretes. También desean que la audiencia se acerque a los años sesenta y setenta mediante esos vinilos escogidos para que sean (re)descubiertos, en especial por las generaciones más jóvenes, como si de un viaje sonoro se tratase.

El entusiasmo de Campoy y el manejo del detalle de Puchades bailan entre las distintas entradas. Algunos ejemplos. El primero se desata en la reseña de “Dioptria” (1969), de Pau Riba & OM, igual que en la de “Manolo y Ramón” (1970), de Manolo y Ramón, siempre recordados como el Dúo Dinámico, calificados ambos como “obras maestras”. El segundo considera el directo “Conciertos de amor y rock” (1972), de Miguel Ríos, como “un álbum inigualable”. Y “El patio” (1975), de Triana, recibe el calificativo de “obra maestra”.

Epítetos semejantes son atribuidos a otros registros para significar de manera rotunda la mixtura de géneros adyacentes o fusionados con el rock, como ocurrió con el flamenco. Tampoco faltan las miradas al pop y la canción de autor. En este sentido se recogen dos placas singulares. Una es el álbum debut de Cecilia, “Cecilia” (1972), que Puchades considera que es genuino folk-rock. Campoy escoge “Disc-conforme” (1971), de Pi de la Serra, otro verso libre de la canción de autor en el panorama catalán, un guitarrista consumado y unconnaisseur del blues, asegurando que “hizo lo que parecía inconcebible, dinamitar todas las reglas. Todas las reglas”. Dos señoras críticas.

César Campoy sostiene que “Música Dispersa” (1970), de Música Dispersa, “hay que escucharlo para (tratar de) entenderlo”. Y en la entrada de “Adelante. Rock en vivo” (1973), de Lone Star, cierra la nota con “Sin duda, a esas alturas, Lone Star, ya eran leyenda”. Y de “Qualsevol nit pot sortir el sol” (1975), de Sisa, resaltael legado que deja”. Por su parte, Juan Puchades sentencia que “Heliotropo” (1973), de Vainica Doble, es un elepé “adictivo e irrepetible”. En la recensión de “Fiebre de vivir” (1978), de Moris, él mismo firmante traza un emotivo homenaje al rock en castellano y al propio músico. De las entradas de los álbumes de Veneno, Burning, Los Chorbos, Pic-Nic, Smash y Gato Pérez, así como otros nombres de interés no revelados y reseñados de manera notable por dos estudiosos en la materia, se valora también el imaginario y la influencia de sus respectivas trayectorias. El libro establece la maleabilidad del rock como medio de comunicación. En aquellas dos décadas, ayudó de manera primordial al cambio de distintos usos y costumbres sociales, especialmente entre los jóvenes. ∎

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