Libro

Chuck Palahniuk

La invención del sonidoRandom House, 2024

Si has llegado hasta esta crítica probablemente te habrás preguntado en algún momento qué resultaría de juntar las escrituras de Chuck Palahniuk (Pasco, Washington, 1962) y Bret Easton Ellis en un solo Frankenstein literario oscuro y retorcido. Pues bien, ahí lo llevas: te será difícil evitar pensar en “American Psycho” (1991) mientras lees algunos de los pasajes de “La invención del sonido” (“The Invention Of Sound”, 2020; Random House, 2024; traducción de Javier Calvo) . Pero si en aquella novela el asesino en serie protagonista soltaba soliloquios sobre Phil Collins y su valor como artista dentro y fuera de Genesis, en esta el psicópata recuerda cómo, desde el albor de los tiempos, Hollywood se ha empecinado en buscar nuevas y creativas maneras de descuartizar a chicas guapas. Como premisa para un nuevo libro del autor de “El club de la lucha” (1996) no pinta nada mal, ¿verdad? Quédense hasta el final.

“La invención del sonido” salta entre dos narradores a los que, como ya es habitual en las novelas de Palahniuk, lo mejor es no tomarse demasiado en serio. Por un lado está Mitzi Ives, heredera de una dinastía de ingenieros de sonido, los más demandados de Hollywood por sus técnicas secretas para conseguir el grito perfecto, tan verosímiles que hacen preguntarse al espectador si pueden ser reales. Por el otro, Gates Foster, detective privado que hace dos décadas perdió a su hija, sumiéndose en una espiral cuesta abajo de obsesión y paranoia recorriendo la deep web en busca de pistas sobre su paradero y, por el camino, convirtiéndose en una suerte de vigilante contra pedófilos. Sus caminos acabarán cruzándose en un final incoherente e insatisfactorio.

El libro no va exento de escenas que incomodarán a más de uno, pero los pasajes de Mitzi acaban confundiendo el nihilismo y la desidia por una completa letargia. Hacia el final de la lectura, esos sedativos que toma la protagonista parecen algo más que un atrezo, una nota de color en la narración. Más interesante es ver el camino que conduce a Gates Foster hacia la absoluta autodestrucción imbuido de una ilusión de control. La única manera en que encuentra sentido a su existencia es pasando el día observando “crímenes contra niños que el solo hecho de verlos lo mandaría a prisión hasta que fuera muy, muy viejo” y contratando a prostitutas parecidas a cómo luciría su hija de adulta para que se hagan pasar por ella. Todo el mundo quiere aprovecharse de su rabia y a él parece importarle un comino.

Aunque el autor se adentra en las aguas de las teorías de la conspiración QAnon, muy pertinentes para el contexto actual pos-Epstein (recordemos que ya predijo hace no tanto el asalto al Capitolio), aquí parece más interesado en poner más sal a la herida de la explotación y la glorificación de la violencia en la sociedad de consumo. Llegados al final se hace evidente que el dedo acusador también apunta hacia nosotros, los lectores, que en lugar de dejar el libro seguimos siendo partícipes de él cubriéndonos los ojos con la mano pero dejando entreabiertos los dedos para no perdernos ni un detalle de este espectáculo tan horrible como irresistiblemente morboso. ∎

Etiquetas
Compartir

Contenidos relacionados