Durante los años cuarenta y principios de los cincuenta abundaron en los Estados Unidos las cadenas locales de televisión, enraizadas en la cultura de radiodifusión, que debían producir la mayoría de sus programas y posibilitaban la experimentación. Era una época en que mucha programación diurna se dirigía a un público femenino y se relacionaba con las tareas domésticas. En ese contexto se hicieron famosas algunas presentadoras que formaron una comunidad de espectadoras. En 1952, medidas legislativas sobre las licencias y el establecimiento de un cable coaxial de costa a costa impulsó la red nacional y acabaron con esa edad dorada de las cadenas locales. Este contexto histórico es el que inspira “Cocina con química” (2023), la historia de Elizabeth Zott (Brie Larson), prodigio de la química de vocación y trabajo frustrado por el sexismo de la época (aún más agudo en el medio de la investigación) y que acaba convirtiéndose en una presentadora estrella de un innovador programa de cocina, en el que aplica una perspectiva y divulgación científica. Esta premisa, sin embargo, queda malograda en la serie o se vuelve anecdótica, ya que apenas se muestra ni profundiza en el carácter experimental del programa y del trabajo de Zott como presentadora. Si empiezo mencionando ese contexto es porque revela las virtudes o intereses de “Cocina con química”, pero también sus lagunas y falta de atrevimiento.
La miniserie creada por Lee Eisenberg parte de un best seller de 2022 de Bonnie Garmus, que adapta con bastante fidelidad (en la novela también se incluye, y con más importancia, el punto de vista del perro, que aquí conforma un capítulo) y con estilo apocado. Como tantas ficciones recientes, se reinterpreta una época del pasado –en particular, a partir de ideas y diálogos que suenan imposibles en aquel contexto– como si ya estuviera entonces instalada la moralina y los saberes de los tiempos actuales. “Cocina con química” es sintomática de cómo hoy en día la mayoría de ficciones pasan tantos filtros que acaban tapizadas conforme a las estrategias ideológicas. El resultado, tras ese proceso de lavado y planchado en los despachos de producción, no puede ser más que liso y eliminar todos los grises, las ambigüedades o contradicciones que son la materia más viva de la escritura dramática. Otra característica es el afán por tocar todos los palos, aunque sea de modo liviano (aquí el racismo, entre otros). Todo ello revela, más que nada, una mala conciencia de fondo y ninguna voluntad real de cambio.
Ahí es donde conviene fijarse en el trabajo que hacen los actores cuando aportan algo que escapa a ese moldeado, al prototipo robótico y al algoritmo. En este caso, la serie se sostiene en la tensión interna con que Larson se involucra en su papel –configurado desde fuera, sin embargo, como una muñeca perfecta e impoluta– defendiendo una pose distante y cortante, y sobre todo en el acercamiento amoroso al Dr. Calvin Evans (Lewis Pullman), el único científico por el que siente respeto: de forma reveladora, es el aspecto más convencional de la trama el que expresa más fluidez y atracción.
Esta historia de aprendizaje sentimental, desde la hosquedad inicial de Zott a su conversión romántica, sigue una progresión programática, con etapas claras y sin ondulaciones, pero también es la historia –que se encarna sobre todo a través de la relación con Calvin y luego con su hija pequeña– sobre cómo aprender a mirar a los demás, a conectar con el otro. Así, desde la visión ensimismada, abstracta y técnica del laboratorio se produce una apertura humana y emocional: ese tejido de planos y contraplanos, y de rostros pensativos, es lo que hace que las imágenes se muevan frente a las ideas fijadas y los diálogos aleccionadores.
Es muy posible que la competitividad entre plataformas, tras sus precipitados o ansiosos cálculos de rentabilidad, esté acentuando este conservadurismo discursivo y tal aplanamiento formal, mal encubierto por las ocurrencias o tics visuales. La lección recurrente y de fondo de Zott es que la vida radica en las posibilidades de cambio y por tanto no hay que tener miedo a afrontarlo. Esta es una cuestión decisiva, de hecho, en el cine y el montaje: la idea de que una imagen puede cambiar a otra, que las imágenes son posibilidades de cambio. El problema vuelve a ser que, aquí, la forma es timorata y contradictoria con esa defensa del riesgo, pese a que ofrezca algunas de esas potencialidades imaginativas: el mundo representativo aún no controlado de la televisión local o la relación entre el pensamiento científico y la cocina. A fin de cuentas, la televisión ha sido también un medio de experimentación, aunque de un modo paradójico “Cocina con química”, pese a su pretensión de reivindicar la memoria de aquellas pioneras, lo olvide. ∎