En 1967, se celebró en París una importante exposición dedicada al cómic. La organizaba el Museo de Artes Decorativas, alojado en el edificio del Louvre, llevaba por título “Bande dessinée et figuration narrative” (Cómic y figuración narrativa) y reivindicaba la historieta como un arte. Pero no lo hacía bajo sus propios términos, sino en la medida en la que un original o una viñeta ampliada podían colgarse de la pared como si fueran una pintura, y siempre desde la veneración hacia el dibujo académico y “virtuoso”. Es inevitable pensar que algo del espíritu de aquella exposición queda aún en “Cómic. Sueños e historia”, la extensa muestra que puede verse en estas fechas en CaixaForum Madrid. El material expuesto proviene, principalmente, de la colección personal y la galería de Bernard Mahé, comisario e importante coleccionista de originales, que ha cedido más de 300 páginas que conforman un recorrido por la historia del cómic, articulado por épocas y tradiciones nacionales, en diferentes salas decoradas con gracia e ingenio gracias a la escenografía original de Ignasi Cristià, que dota de personalidad propia a cada espacio.
La posibilidad de disfrutar “en directo” de estas páginas originales es el gran valor de la exposición, qué duda cabe: admirar la destreza técnica, la sensibilidad en el trazo y las innovaciones de Winsor McCay, Moebius, Hugo Pratt o Alex Raymond es impagable y satisfará a los aficionados que se acerquen a la exposición, si bien la “fatiga del museo” inevitablemente hace su aparición en algún momento del extenso recorrido, y el escaso espacio que media entre página y página en algunos puntos –por ejemplo, en la sala dedicada a los superhéroes– no ayuda a su puesta en valor.
Pero la exposición también sugiere interesantes debates. Por ejemplo, acerca de cuál es la mejor manera de llevar el cómic a los museos. Cuando una exposición se centra en los originales, el foco se pone en la técnica artesanal del dibujo; al intentar capturar la “tenue aura” –por recurrir a Walter Benjamin– de unos originales que jamás fueron creados para ser expuestos, con la intención de reivindicarlos estableciendo una analogía con cuadros pictóricos, se ensalza la espectacularidad de la plancha, la pulcritud del método de trabajo del artista, la elegancia de las tintas o la meticulosidad de amanuense de los más pequeños detalles, sin olvidar, inevitablemente, el valor de cada pieza en el lucrativo mercado de coleccionistas de originales.
Pero no podemos ignorar que el cómic es un medio de masas inseparable de su reproducción industrial. El original es un elemento inacabado de ese proceso, un material de trabajo importante, pero no definitivo: el original no es la obra de arte. El cómic, además, está concebido para ser leído y no simplemente contemplado. Cuando se propone la admiración de un original, se invisibilizan otros valores estéticos como su narratividad, que no es una condición sine qua non del lenguaje del cómic, pero sí supone el paradigma hegemónico en el tipo de obras que alberga “Cómic. Sueños e historia”.
Artistificar el cómic aplicando criterios que le son ajenos en lugar de reivindicar los que le son propios puede ser una decisión cuestionable, pero respetable al fin y al cabo. Si se decide exponer el cómic poniendo en el centro el proceso de su realización, el resultado puede ser interesante. Sin embargo, “Cómic. Sueños e historia” desaprovecha casi todas las posibilidades de esa decisión. Las cartelas introductorias de cada espacio sitúan históricamente lo que vamos a encontrarnos, pero falta información más pormenorizada que explique los métodos de trabajo y producción. Se habría agradecido, aunque hubiera supuesto renunciar a parte de las piezas expuestas, que se dedicara espacio a comparar algunos originales con el cómic impreso –o, en su defecto, reproducciones de sus páginas–, objeto que tiene una presencia muy marginal en todo el recorrido. Solo en la última sala, dedicada al cómic español contemporáneo, encontramos unos bocetos de María Medem y Keko contrastados con su arte final, lo que se acerca, acertadamente, a una comprensión global del medio. El visitante no especialista se marchará de la exposición sin saber por qué Harold Foster trabaja en grandes formatos y Nazario en DIN A-4, o que el color desvaído de ese original de “Gasoline Alley” (1918-) de Frank King se debe a que no es más que una indicación para el técnico que compondrá los fotolitos, o que los originales de Manuel Vázquez tienen pegados toscamente los diálogos con una fea rotulación mecánica, en lugar de ser caligrafiados directamente por el dibujante, debido a las imposiciones editoriales de Bruguera. En definitiva: no sabrá gran cosa acerca de cómo se producen los cómics.
Por otra parte, resulta evidente que las posibilidades para configurar una historia del medio a través de sus salas están limitadas por los originales que componen la colección del comisario, con la excepción de todo lo que atañe al cómic español, que procede de las colecciones de Vicent Sanchis –que figura, junto a Ivan Pintor, como asesor– o Paco Baena. Con esos materiales, se ha hecho un esfuerzo por dotar al recorrido de una coherencia en el discurso que es de agradecer, pero que revela tanto por sus presencias como por sus ausencias. La colección de Mahé responde a un canon clásico, el de los viejos aficionados que han valorado siempre el cómic de género y el academicismo figurativo por encima de cualquier otra alternativa. La exposición reproduce este canon acríticamente y cuenta una historia bien conocida, la del cómic de masas, con una perspectiva teleológica: primero los pioneros de Estados Unidos, luego los grandes maestros de la tira de prensa de aventuras, de ahí saltamos a los superhéroes –con una preeminencia clara de material de Marvel– y luego cruzamos el Atlántico para volver atrás en el tiempo y encontrarnos con Tintín, dueño de un espacio excesivo para los escasos originales de Hergé que se proponen, y una sala dedicada a toda la bande dessinée francobelga de aventuras juveniles, donde Jean Giraud y Albert Uderzo tienen una presencia mayoritaria. Siguiente parada: la llegada del cómic adulto, que la exposición sitúa con gran acierto en el eje Argentina-Italia. Parte de este boom del cómic adulto supuso la culminación de un modelo, que implicaba una evolución hacia la perfección técnica de las formas figurativas y el realismo academicista, así como la sofisticación de los géneros narrativos tradicionales. No es casual que, tras ese clímax, la última etapa de la exposición ofrezca una escueta y deslavazada muestra de autores de “novela gráfica”, que mezcla a Robert Crumb con Daniel Clowes, Chris Ware o David B., lo que evidencia cómo decrece el interés coleccionista del comisario a medida que las corrientes estilísticas dejan atrás el academicismo.
Se trata, en definitiva, de un canon conservador que responde a una modernidad superada ya en la pintura y que todavía maneja los conceptos de “grandes genios” y “obras maestras”. Un canon exclusivamente occidental, sin periferias ni alteridades, sin disidencias… y sin autoras. Aunque, en este último punto, se aprecia el claro esfuerzo por compensar la carencia en los dos espacios dedicados al cómic español, únicos donde puede encontrarse una representatividad de género equitativa.
Es innegable que, como relato de ese canon y muestra de esos “grandes genios”, “Cómic. Sueños e historia” cumple su cometido. La exposición, que se acompaña de una programación cultural comisariada por Mery Cuesta, ofrece los goces que buscan los aficionados al cómic clásico. Pero también responde a un momento en el que el medio está atrayendo cada vez más atención del público general, por lo que no resulta improbable que se salde con unas buenas cifras de visitantes. Sería una excelente noticia, como lo ha sido que un espacio como CaixaForum haya decidido albergar una exposición de esta envergadura. Pero también es necesario que las instituciones asuman criterios expositivos específicos para el cómic cuando lo incluyan en sus programaciones. ∎