La sensación de amenaza indefinible que se asocia a la obra de
David Lynch la intuyó Pauline Kael en su crítica de “Terciopelo azul” (1986) al incluir en ella la frase de un espectador que, saliendo del cine, le decía a un amigo:
“A lo mejor estoy enfermo, pero quiero volver a verla”. En “David Lynch conserva la cabeza”, el extraordinario ensayo que David Foster Wallace escribió sobre el rodaje de “Carretera perdida” (1997), el escritor comentaba que, si las películas de Lynch podían ser calificadas de
“enfermas” o, al menos, de inquietantes, el motivo principal provenía del hecho de que parecieran “tan personales”.
Y es cierto que películas y series como “Cabeza borradora” (1977), “Terciopelo azul”, “Corazón salvaje” (1990), las tres temporadas de “Twin Peaks” (1990-1991/2017), “Twin Peaks. Fuego camina conmigo” (1992), “Carretera perdida”,
“Mulholland Drive” (2001) o “Inland Empire” (2006) son obras que parecen estar proyectándose, directamente, desde el interior de la mente de su autor. Como se podría también afirmar acerca de Alfred Hitchcock o Luis Buñuel, cineastas vinculados al onírico imaginario
lynchiano, las películas de Lynch son, en palabras de Foster Wallace,
“expresiones de ciertas partes fronterizas (...), fetichistas, obsesivas y ansiosas de la psique del director, presentadas con muy poca inhibición (...), es decir, con la naturalidad ingenua de un niño (o de un sociópata)”.
El carácter radicalmente personal de la obra de Lynch procede, también, de una independencia que el cineasta ha cultivado desde sus inicios, y que abrió la puerta a que muchos otros –Jim Jarmusch, Todd Haynes, Quentin Tarantino– se plantearan la posibilidad de mantener una mirada subjetiva, irreductiblemente artística, en el seno de la industria cinematográfica norteamericana. La carrera de Lynch, repleta de altibajos y encontronazos con esa industria, lo llevó de “Cabeza borradora”, un filme de vanguardia hecho en absoluta libertad gracias al American Film Institute, al intento de integración en el
mainstream con “El hombre elefante” (1980) que acabó con el fiasco comercial y artístico de “Dune” (1984), proyecto megalómano producido por Dino de Laurentiis.
A partir de esta dolorosa experiencia, Lynch optó por mantener el absoluto control de su obra (el derecho al
final cut), aunque eso implicase hacer menos películas. Como Robert Bresson, otro de sus referentes, Lynch es el creador de una obra cinematográfica escueta –desde “Dune” ha estrenado seis películas en cuatro décadas– tan absolutamente inimitable como enormemente influyente. Lynch es, también, un autor multiforme, un auténtico
“artista renacentista”, en palabras de Quim Casas, que se ha expresado en todos los formatos posibles –música, pintura, fotografía, videoclips, publicidad, diseño, cómic–, siendo la ficción televisiva el espacio en el que ha desarrollado una obra tan revolucionaria como sus películas.
Si es difícil medir el profundo impacto que tuvo la emisión en 1990 de la primera temporada de “Twin Peaks” en el modelo tradicional de ficción serial, solo Lynch ha sido capaz de borrar las fronteras que separan la televisión del cine experimental o del arte contemporáneo con una experiencia tan radical como la tercera temporada de dicha serie, cuyo estreno en 2017 hizo que, parafraseando a Jacques Rivette, todas las demás parecieran diez (o cien) años más viejas. ∎