Película

El segundo acto

Quentin Dupieux

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Quentin Dupieux se ha ido convirtiendo poco a poco, a la chita callando –expresión viejuna pero que sirve a la perfección para ilustrar su caso–, en un “autor” después de haber sido durante años un divertido y vitriólico transgresor de películas low cost francesas. “El segundo acto” (2024; se estrena hoy) inauguró el festival de Cannes del año pasado, y ese acto era algo así como sacralizar de repente a un cineasta que prefería estar considerado entre las huestes inhóspitas de la desacralización. Nada más alejado de la antigua política de los autores cahieristas que el director de “La chaqueta de piel de ciervo” (2019), “Fumar provoca tos” (2022) y “Daaaaaalí!” (2023), conocido también en su faceta de músico y DJ como Mr. Oizo, aunque los galones adquiridos como director le han hecho perder fuerza como músico. Y de repente, zas, inaugura el sacrosanto festival del cine de autor en la Riviera francesa y dirige a Léa Seydoux, Vincent Lindon y Louis Garrel –mayores estrellas del actual cine de auteur francés es imposible encontrar– en una peculiar, particular, curiosa y, sobre todo, muy divertida especulación/reflexión sobre el propio cine y los límites de la ficción y de la realidad, todo ello pasado por el filtro irónico de la influencia que ejerce la inteligencia artificial.

¿De qué va “El segundo acto”? En principio, de las relaciones de un individuo (Garrel) que se siente acosado por una mujer espléndida que no le gusta (Seydoux) y quiere convencer a su mejor amigo (Raphaël Quenard) de que ligue con ella y, a la vez, acepta conocer al padre de la mujer (Lindon), dándose cita los cuatro en un restaurante situado en medio de la nada, tan horizontal como una casa de Frank Lloyd Wright y cuyo nombre da título a la película. Pero no es ficción todo lo que reluce, así que después de dos larguísimos planos-secuencia de Garrel-Quenard y Lindon-Seydoux andando por la carretera, acompasados a la métrica de situaciones parecidas en la obra de Béla Tarr –“Armonías de Werckmeister” (2000)– y de Gus Van Sant –“Gerry” (2002)–, descubrimos que nos encontramos en una película dentro de otra película, la que vemos y la que están interpretando los cuatro actores. Pero al otro lado, en la cuarta pared, no hay director ni equipo, sino que son los propios intérpretes de esta comedia dramática y amorosa con diálogos ridículos los que deciden parar y ponerse a hablar o discutir de sus propios problemas, para volver, cuando quieren, a la ficción que se supone que están representando.

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Dupieux propone un juego muy estimulante que, si quisiéramos definir de alguna manera, se define en las palabras finales del personaje de Garrel: para él, para su personaje, el que es y el que interpreta, la realidad es la ficción y las películas son la realidad. Más allá de que se lo cuente a Seydoux básicamente para acostarse con ella, ya que como este hecho ocurriría en la ficción no tendría trascendencia alguna en sus vidas privadas –ambos tienen pareja estable–, la reflexión es pertinente en el jugoso entramado que propone el hasta ahora díscolo director camino de convertirse en autor por derecho propio: no hay como hablar del propio cine y sus representaciones para sentar cátedra entre la modernidad de la posmodernidad.

Pero ojo, porque el director de“Wrong Cops” (2013), su mejor ejemplo de cine de guerrilla, nunca se ha tomado en serio a sí mismo pero acostumbra a disparar con bala. Y aunque con matices, este sigue siendo el caso: los celos que brotan en Garrel cuando el veterano Lindon le dice que Paul Thomas Anderson le quiere para su próxima película van más allá de la broma malévola, así como la figura de una agente cinematográfica tostándose al sol y pasando de sus clientes. La complicidad que se establece entre los cuatro actores principales, que juegan a lo que quiere jugar Dupieux, es extraordinaria, porque, en líneas generales –sobre todo Garrel–, acaban riéndose de sí mismos y de lo que representan en el cine francés actual. Hay situaciones verdaderamente divertidas, como la que atañe a un figurante muy ilusionado con aparecer en un filme dando vida al camarero del restaurante, pero que, víctima de un pánico atroz, es incapaz de hacer lo que le piden, servir el contenido de una botella de vino de Borgoña en las cuatro copas. Hay también el trávelin más largo del cine contemporáneo, una secuencia que desnuda de la forma más sencilla el artificio de toda creación cinematográfica, la ilusión del movimiento consustancial al cinematógrafo. ∎

A jugar con Mr. Oizo.
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