La verdad está ahí fuera. O, mejor aún, aquí dentro. Encajonada, bien prieta y fibrosa, entre las poco más de 124 páginas (¡124!, ¡milagro!) de la demencial y bizarra y extrañamente humorística “Los guapos”. Porque, a ver, ¿quién necesita marcianos y extraterrestres, “Encuentros en la tercera fase” y demás jerigonza ufológica, teniendo a Esther García Llovet (1963), rara de concurso, que diría Francisco Casavella, y alienígena oficial de la literatura española contemporánea? La malagueña no se parece a casi nadie, por lo que sus novelas son como aquellos monolitos metálicos que aparecieron hace un par de años en el desierto de Utah y en las playas de la Costa Brava: cuerpos extraños y desconcertantes caídos a plomo sin que nadie sepa muy bien ni cómo ni por qué.
Si con “Spanish Beauty” (2022), su anterior novela, la autora ya jugó a revolcar el thriller detectivesco por las playas aceitosas y asardinadas de Benidorm y, de propina, le regaló un par de aguadillas al género, el poso que deja “Los guapos” es aún más turbador. Un “Twin Peaks” berlanguiano y cañí. “Expediente X” en La Albufera y con Chema García Ibarra pilotando la cámara y el montaje. La trama, resumiendo mucho, sería algo así: en unos arrozales que hay junto al camping de El Saler aparecen unos enigmáticos crop circles, gigantescos círculos que solo pueden ser obra de extraterrestres o de zumbados o de extraterrestres zumbados, y un avispado buscavidas decide montar un festival, algo así como un Burning Man fallero, aprovechando el tirón paranormal.
La trama, sin embargo, es lo de menos. Porque “Los guapos” es, ante todo, una mirada antropológica, casi entomológica, a la terreta. El retrato al natural de un paisaje despeinado por el petardeo enfadado y zumbón de la Montesa cani de Vicente, el encargado del camping; y perturbado por la aparición de Adrián, un emprendedor jeta que acaba despeñado al otro lado del espejo. Héroe y villano (o viceversa; vaya usted a saber) de una novela de marcianos sin un ápice de ciencia ficción; una mascletá de absurdo y desvarío alimentada por hoteles abandonados con psicofonías de Madonna, fosas sépticas de apetito voraz, grifos que gotean al ritmo de “Louie Louie”, gatos monteses, arroz del senyoret con mistela, toneladas de pipas, seguratas de camping con vocación de Iker Jiménez y fantasmas de carne y hueso.
Suenan canciones de Nino Bravo y Seguridad Social, emergen chiringuitos en medio de la espesura del bosque y nadie parece dormir nunca, no vaya a ser que los círculos vuelvan a hacer de las suyas. “Qué gran marcianada, piensa. Dónde está, cómo es esa frecuencia de onda, es sobrenatural o es sobrenatural, es ultravioleta o infrarroja, es honda y profunda o es ligera y volátil. Es subatómica o es universal. O todo junto. O nada de eso”, leemos. “Un buen argumento tiene que ser breve y tiene que ser conciso, firme, tenso, como la cuerda por la que camina el funambulista sobre el abismo”, escribe Esther García Llovet, maestra de la concisión, astro de la frase firme y tensa, en el arranque de uno de esos capítulos fugaces y deslumbrantes como un latigazo; como un fulgor que ilumina durante un momento, apenas unos segundos, esa España noctámbula y bizarra, ojerosa y fantasmal. “España es plana como el planeta Tierra. Es fea y plana y sin misterio, al menos por la Mancha”, apunta la malagueña. Menos mal que “Los guapos” está firmemente anclada a esa otra galaxia que es La Albufera. ∎