En la última imagen de “Los asesinos de la luna” (Martin Scorsese, 2023), los descendientes de un pueblo nativo celebraban una ceremonia. La membrana de un tambor vibraba mientras la cámara subía al cielo para registrar en cenital un grupo de caminantes girando en círculo. Con esta escena, Martin Scorsese cerró su extraordinario primer wéstern. Esta vez, aparcó la mirada romántica de sus verdugos para denunciar las distorsiones del discurso estadounidense sobre la masacre de la tribu Osage y cuestionar las leyendas de un país obsesionado en rescribirse a sí mismo.
Salvando las distancias, Lisandro Alonso –gran exponente del nuevo cine argentino– vindica una experiencia pertinente. Su nueva película, la espléndida “Eureka” (2023; se estrena hoy), empieza con una escena que, inconscientemente, dialoga con Scorsese. Si el primero sobrevolaba la memoria para contemplar el último reducto Osage como hormiguitas a vista de pájaro, el segundo propone otra mítica, otra forma de acercarse al wéstern con la lírica de Fabián Casas y una fotografía equilibrada entre Timo Salminen y Mauro Herce. De entrada, empieza con un tambor, pero no hay tribu, sino un guerrero sioux mimetizado con las rocas. Alonso no lo filma en cenital, como el demiurgo de “Casino” (Martin Scorsese, 1995), sino en contrapicado, y descubre un carruaje con Viggo Mortensen en la piel de un padre que quiere rescatar a su hija de unos forajidos.
El dispositivo se revela complejo. Todo empieza como simulación del salvaje oeste –filmada en escenarios leone de Almería– y se transforma en un juego de espejos e ironías. No es casual que Mortensen tenga el mismo cometido que en “Jauja” (2014), la anterior película de Alonso, donde interpretaba a un militar danés recorriendo agotado una Patagonia rocosa. Tampoco que la actriz Viilbjørk Malling encarne el mismo papel de joven desaparecida en ambas propuestas. Este es el primer síntoma de una película que se comporta como un delta, ramificándose en múltiples meandros.
No es que “Eureka” tome prestado los códigos de “Centauros del desierto” (John Ford, 1956). Es que los géneros saltan por los aires en este cruce de historias no procesadas. Así, el wéstern vira hacia sendas señalizadas, como un policíaco con tintes sociales interpretado por nativas –una de ellas, Sadie Lapointe, candidata al casting en la película de Scorsese–, pero también hacia un lugar y tiempo de mirada esotérica donde las esencias se reordenan a través de un rito en la reserva oglala de Dakota del Sur o una práctica curativa con ungüentos en el Brasil guaraní de los años setenta.
El resultado es frágil. Alonso da un salto de fe radical entrelazando formatos y personajes que migran de una realidad a otra como si fueran las fases de un cuerpo mutante. Como si el director difuminara los porqués en un viaje telúrico de resonancias alegóricas a medio camino entre las ensoñaciones de Lois Patiño y Apichatpong Weerasethakul. Ahora bien, la recompensa es generosa. Especialmente, para quien sabe esperar. Y sí, resulta confuso ver a Chiara Mastroianni y José María Yazpik intercambiando alias y épocas lejos de toda razón. Pero el nexo que los une en este ágora de cuentos conectados –una cigüeña de cuello hinchado llamada jabirú– es tan insólito que cuesta resistirse. Su presencia y su instinto son de una pureza inclasificable. Algunos se interrogan sobre ella. ¿Qué significa? ¿Qué relación tiene con el título? Ya ocurrió con “Liverpool” (2008). No es solo una pista, sino una lupa para ampliar el mapa. Como encontrar un llavero de recuerdo en una granja de Ushuaia. ∎