¿Quién era José Manuel Ibar Azpiazu? ¿El joven levantador de piedras vasco con la nariz como un pimiento que con 22 años alzó sobre sus hombros un pedrolo de 188 kilos más veces que nadie en 15 minutos, o acaso el Tigre de Cestona, de embrutecido martillo y salvaje arrojo? ¿El hombre que encarnó en los últimos años del franquismo al macho hispánico (revienta cráneos, bebedor, fumador e ídolo de masas) o el hombre que se precipitó al vacío desde su piso de Madrid, machacado por el desasosiego, como un juguete roto, a los 49 años? ¿Una estrella rutilante, única, merecedora del clamor que la bañó o una exageración promocional, un anuncio bendecido por la manipulación que reptó, casi inconscientemente, hasta la cima?
“Urtain. Retrato de una época” es un camino idóneo, lleno de frases punzantes, afiladas, lanzadas como ganchos al hígado en un ataque de enjambre, para dar respuesta a estas preguntas.
Lo cierto es que Urtain, como se conoció a José Manuel, fue todo lo anterior y muchas cosas más. Fue mujeriego, aunque se desposó con su vecina, Cecilia Urbieta, en 1963. Confió a pies juntillas en lo que le decía su mejor amigo, Isidro Echevarría, quien lo acompañaría inocente al fangoso lodo de mentiras, amaños, trapicheos y sacacuartos que compone el ADN pugilístico.
Nunca hubo maldad en Urtain. Como muchos boxeadores, se dejó llevar. Dentro y fuera del ring. Entre las cuerdas, se rendía al empuje de los rocosos espíritus de su Aizarnazabal natal, donde la fuerza natural se filtraba a los hombres. Fuera de ellas, se convirtió en un ser fatuo, vanidoso, tan hedonista como confiado. De ahí brotó una cierta insolencia. La de quien, viéndose indestructible, se abandona a su talento y entierra el esfuerzo.
¿Y quién no se sentiría tentado a semejante gallardía? Al fin y al cabo, cuando has derrotado a 24 oponentes seguidos, la mayoría por KO en los primeros asaltos, la fiebre del poder se recrudece y empaña el buen juicio. Y no se te sube menos a la cabeza el delirio cuando, en una España que ganaba poco, o nada, salvo Eurovisión, te alzas frente a Peter Weiland en 1970 con el campeonato de Europa. Si tu victoria 25 es un título codiciado que le arrancas a un germano gigante, lanzando golpes sin técnica ni inteligencia pero con el corazón grande como una locomotora, enloqueces… Tú y tu país, claro, que convierte tu apellido en sinónimo de invencibilidad.
Urtain, por supuesto, acabó palmando. El mismo año de su gran victoria, besaría la lona en Londres, contra Henry Cooper, seguramente el primer púgil de altura contra el que se enfrentaba. Y así, de 1971 a 1976, cuando colgó los guantes, pasó de ser un aullido nacional a un recuerdo. Los héroes, cuanto más grandes son, más cruelmente quedan enterrados en el olvido.
Esta historia, la de Urtain, es una lección de vida, de triunfo y humildad. Y la obra de Felipe de Luis Manero (Madrid, 1984), una forma ideal de adentrarse en ella, y en la vieja España que la vivió. ∎