A bote pronto no recuerdo muchas películas policíacas clásicas realizadas en Polonia, aunque en los últimos tiempos han aparecido algunas de producción reciente en Netflix, la plataforma en la que está disponible la miniserie “Forst” (2024), algo así como un polish noir. Pienso en “La amante del asesino” (1975), filme de Krzysztof Zanussi que adaptaba una novela de James Hadley Chase, y poco más, ya que “Chinatown” (1974) de Roman Polanski es enteramente un filme del Nuevo Hollywood. “Forst” atañe a la modalidad del thriller escabroso, con una serie de asesinatos rituales que debe esclarecer un inspector de policía, Wiktor Forst, encallecido, escéptico, insubordinado, que padece fuertes migrañas y sigue recordando una experiencia traumática de su infancia en el orfanato presentada en imágenes diluidas que son tanto recuerdos como cortocircuitos mentales. Forst vive en una caravana, en la pequeña ciudad polaca de Zakopane, masca chicles de canela, tiene como informador a un violinista góral, responde a cierto tipo de hard boiled –entre otras cosas mantiene una relación con la hija inestable de su superior, lo que genera conflictos suplementarios– y escucha música en un tocadiscos: su reposo tras una larga jornada es con la canción “Apocalypse”, de Cigarettes After Sex.
Seguimos con la música. La fogosa “Everywhere”, de Fleetwood Mac, contrasta en la secuencia de apertura del primer episodio con las imágenes de una de las víctimas ensangrentadas y aterrorizadas del asesino. En un prostíbulo para clientes ricos y sádicos suena “Enola Gay”, de Orchestral Manoeuvres In The Dark, aunque en versión de Nouvelle Vague. Una de las escenas cumbre del cuarto episodio se arrastra con la versión slow que A.A. Williams acomete de “Where Is My Mind”, de Pixies. Hay un tan simpático como tópico uso de las canciones para “embellecer” una historia sucia en la que los crímenes se suceden –un hombre colgado de una torreta en forma de cruz, una mujer atada en una cuerda como si fuera una telaraña, un joven decapitado en un arroyo: los cadáveres aparecen desnudos, congelados, en lugares llamativos y con una moneda romana de oro en la boca o esófago–, a la vez que todas las mujeres con las que se relaciona Forst acaban mal o peor: la amante inestable, una periodista poco ética o la exnovia eslovaca que en su reencuentro, tras años sin verse, le da una bofetada por todo el mal que le causará a partir de ese momento. Otro uso de la música, más interesante: el asesino obliga a Agata, la amante de Forst, a bailar con él escuchando en vinilo el mismo tema de Cigarettes After Sex. No es una simple analogía, ya que el psicópata acaba convirtiéndose en némesis del protagonista.
Así es Forst, una suerte de antihéroe, tampoco muy estable y bastante confuso. El principal problema es que él solo no aguanta la tensión de la historia y resulta mucho más interesante por lo que revelan otros sobre él. También son demasiado finos los hilos que rodean la personalidad del asesino, apodado La Bestia de Giewont. Es un hándicap, unido al habitual abuso de planos con drones y la puesta en escena un tanto efectista, sobre todo en las escenas de sexo. Pero el director único de la serie –el casi debutante Daniel Jaroszek– y el equipo de guionistas la mantienen a flote a partir de otros personajes secundarios, caso de la gélida y desconcertante fiscal encargada del caso o de un individuo enigmático que tiene su espaciosa sala de piedra encima del citado prostíbulo. Es un anciano tuerto y enfermo que recibe los pedazos rotos de una fotografía de 1943 a medida que se van produciendo los asesinatos. Una foto que es un puzle, aunque pronto, quizá demasiado, se nos explica el significado de esa imagen en blanco y negro en la que se ven unos campesinos colaboracionistas y un oficial nazi frente a un árbol con dos personas ahorcadas.
Pero como en muchos wésterns, es el paisaje el que alcanza una relevancia dramática y numérica sustancial. Por ahí atrapa la serie más que por su trama. Está justificado: es un thriller rural ambientado en las tierras altas polacas, en los montes Tatra, una cordillera de los Cárpatos situada a 2655 metros sobre el nivel del mar. ¿Un detalle baladí? ¿Una obsesión geográfica? En absoluto. De todas las localizaciones de la serie, y son muchas, se nos informa siempre a qué altura sobre el nivel del mar se encuentran. Muy didáctico, y preciso: los cortes que infringe el asesino en el cuerpo de Agata quizá estén asociados a alguna de esas cifras de altitud, y el apodo, Giewont, se corresponde con uno de los picos más elevados de los Tatra. Ese mismo didactismo fluye con naturalidad, de modo que “Forst” alcanza cierto nivel historicista: las montañas, la altitud de los lugares, la compleja relación entre polacos y eslovacos –Zakopane está situada cerca de Eslovaquia, allí donde anida el mal en el prostíbulo– y el peculiar mundo de los górales, los habitantes de esa zona, fracturados ideológicamente durante la ocupación nazi.
Me ha interesado mucho más la descripción a vuela pluma de ese mundo que un relato criminal que se agota en el tercer episodio. A partir del cuarto, y de la relación del caso con el propio pasado del inspector Forst, la historia se enreda innecesariamente y hay demasiados giros, previsibles o no. Jaroszek tiene buenas o correctas ideas, como recapitular a todos los personajes de peso en un montaje de breves planos de cada uno al concluir el segundo episodio, algo siempre muy útil, o convertir gradualmente a su protagonista en un verdadero imán para los problemas: la violencia y la malignidad se ceban en él, pero también destruyen a todos a los que ama o ha amado. ∎