Nada es inmutable, y la opinión sobre las películas (o cualquier otra materia artística) a través del tiempo es un buen ejemplo. Hace justo un año vi “Fuera de temporada” (2023; se estrenó el pasado miércoles), el último filme del francés Stéphane Brizé, un excelente director con menor cotización en nuestro país que otros de su generación. Entonces no me acabó de convencer, le vi más pegas que aciertos y me pareció inferior a trabajos previos del autor, como “La ley del mercado” (2015), “En guerra” (2018) y “Un nuevo mundo” (2021), las tres protagonizadas por su actor habitual, Vincent Lindon. Ahora, doce meses después, vista en otras condiciones, no más reposadas, simplemente diferentes, la película no solo ha ganado enteros, sino que me parece una reflexión admirable sobre ese mismo paso del tiempo en las relaciones sentimentales. La película es idéntica. Quizá sea yo el que ha cambiado. No puedo decir el motivo por el que secuencias que hoy me parecen un elogio de la delicadeza entonces no me atraparon, ni por qué pensé que Guillaume Canet, protagonista masculino de “Fuera de temporada”, era inferior a Lindon. Lo que sí comprobé entonces era el estado de gracia de una actriz, Alba Rohrwacher, cuya interpretación es portentosa: dos secuencias, una de un baile y otra de una conversación en el interior de un automóvil, sin primer plano frontal alguno en el que pueda expresar lo que siente el personaje a través de la mirada, sino a través del gesto corporal, las inclinaciones de cabeza o los silencios, son de lo mejor que he visto este año (y del pasado también).
La película empieza de una forma bien distinta a cómo se desarrolla y concluye. Mathieu es un actor de cincuenta años en crisis. Ha dejado plantado al equipo de una obra teatral cuatro semanas antes del estreno. Es una estrella cinematográfica y esta hubiera sido su primera experiencia en los escenarios. Para reponerse, pasa unos días en un spa gigante junto al mar. Se siente extraño en un espacio irremediablemente aséptico, pero se impone cierto sentido del humor: la escena de incomprensión con la máquina que masajea las piernas parece de Jacques Tati, y la de la máquina de café que funciona sin interruptor aúna la torpeza del Hulot de Tati con la del personaje de Jerry Lewis. El tiempo pasa indolente mientras Brizé filma a Canet como un tipo con problemas de incomunicación a lo Michelangelo Antonioni. Su esposa y mánager, de quien solo escucharemos la voz a través del teléfono –voz que pertenece a Marie Drucker, coguionista del filme–, le recomienda que se aísle de todo, olvide lo que ha ocurrido con el teatro y lea los muchos guiones que le han llegado. Otro detalle humorístico: Mathieu compara el grosor de dos de estos guiones y se inclina por el que tiene menos páginas sin importarle ni el tema ni el género al que pertenecen. Y uno más: el entrenador personalizado llega tarde a la cita con Mathieu en la playa porque ha encontrado un pájaro que pertenece a una especie en extinción, se ha quedado observándolo y ha visto reflejados en sus ojos todos los viajes del ave.
Todo cambia a la media hora exacta de metraje, cuando entra en escena Alice, la mujer con la que Mathieu tuvo una relación amorosa hace quince años. Alice es algo más joven, enseña piano, está casada con un “buen hombre”, tiene una hija en edad adolescente y viven en la localidad donde se encuentra el balneario. A su familia sí la veremos, a diferencia de la de él –Mathieu tiene un hijo, solo evocado una vez–. Un detalle importante, porque el relato se focaliza en Alice, o en Alice en relación con Mathieu. El primer encuentro, en un salón de té, dura casi un cuarto de hora. Nos pone en situación de manera ligera: parecen sentirse cómodos, se enseñan fotos de sus hijos, él comenta que tiene un problema con el jazz y le pide al camarero que cambie de música. Comentarios y detalles de apariencia liviana, de comedia romántica de rencuentro entre amantes. Pero la mirada –ahora sí los ojos– de ella transmite poco a poco cierta zozobra. La separación hace quince años fue cualquier cosa menos amable.
“Fuera de temporada” se sitúa en la estela de “Breve encuentro” (David Lean, 1945), “Dos en la carretera” (Stanley Donen, 1967) y, sobre todo, “Un hombre y una mujer” (Claude Lelouch, 1966), aunque la elegante música que Vincent Delerm le ha compuesto a Brizé es la antítesis del dabadabadá de Francis Lai y aunque las playas mostradas sean de Bretaña en vez de las de Normandía y la Costa Azul filmadas por Lelouch. Es solo la estela –en todo caso, en la lista de agradecimientos está Simon Lelouch, hijo de Claude–, ya que tampoco “Fuera de temporada” transcurre en un espacio inalterable como el del filme de Lean, ni tiene una estructura narrativa totalmente discontinua como en el de Donen. Pero los referentes están ahí, llevados a un terreno igual de amargo, el de las relaciones imposibles por mucho amor que exista o haya existido. Mucho cine francés, por otro lado, ha hablado de ello.
Tras la citada secuencia en el salón de té, Brizé monta una breve estampa familiar de Alice celebrando con su marido e hija el cumpleaños de esta, sin diálogos, solo música, para volver a Mathieu en la rutina aséptica del spa. Y encadena imágenes de uno y otra muy reveladoras de lo que va a pasar: primero el reproche y después la ternura, para impregnarse después de una profunda y creíble tristeza. Los dos momentos comentados en el baile y el interior del automóvil describen los impulsos que llevan a los personajes a hacer lo que quieren hacer pero no deberían hacerlo, y la última frase del filme, pronunciada por ella, una petición firme pese al dolor que implica, es de un rigor implacable. Brizé filma de manera metódica, nada fría, estilosa y coherente (los trávelin laterales sobre el spa o las casas adosadas de la apacible y rutinaria localidad), y emplea con sentido el recurso de que los diálogos dichos en una escena se escuchen en la siguiente. Hay otro momento brillante y tan revelador como los antes descritos, una secuencia de aire documental a modo de interludio que da sentido a lo que viene después. Al final, los sentimientos se van, sin evaporarse, como van remitiendo las bellas notas del piano de Delerm tras el último corte a negro. ∎