Tres décadas después de “Trainspotting” (1993; Anagrama, 1996), Irvine Welsh (Edimburgo, 1958) sigue lanzando bombas incendiarias a la literatura seria, pero ahora envueltas en debates sobre política identitaria y algún que otro pene mutilado. “Los cuchillos largos” (“The Long Knives”, 2022; Anagrama, 2025; traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas), la segunda entrega de la trilogía “Crimen” (“Crime”, 2008; Anagrama, 2010), no es solo un thriller macabro con el detective Ray Lennox como protagonista, es un intento de meterse en las tripas de una sociedad obsesionada con el género, el poder y la venganza.
La novela arranca con un acto de mutilación genital que parece sacado de un meme viral: un diputado conservador, su miembro y un monumento famoso de Edimburgo. Welsh no pierde el tiempo y mezcla violencia caricaturesca con temas que podrían estar en las portadas de hoy. Los asesinatos se acumulan, cada uno más simbólico y freudiano, mientras Lennox y su equipo, hastiados de todo, investigan una serie de crímenes que parecen ataques directos contra la vieja guardia de la derecha británica. Pero, como siempre en Welsh, hay más bajo la superficie: una reflexión incómoda sobre cuestiones trans, política identitaria y quién tiene derecho a ejercer la violencia o a escribir sobre ella.
Welsh trabajó con una asesora trans para construir la historia, y se nota que hizo los deberes, aunque no puede evitar dejar una sonrisilla provocadora como nota a pie de página. Su intención es descolocar, cuestionar todo. No siempre queda claro si lo hace por principios o por amor al caos. La relación de Lennox con su hermana y su hija trans intenta ponerle humanidad al debate, pero a veces parece una discusión sacada de redes sociales, escrita con los dientes apretados. Welsh quiere estar del lado correcto de la historia sin renunciar a su derecho a ofender. Ese malabarismo genera momentos de tensión, pero también diálogos forzados y una sinceridad que chirría.
En cuanto al ritmo, “Los cuchillos largos” es ágil, casi cinematográfica, algo lógico considerando su vínculo con la serie de “Crimen”. Welsh escribe con la disciplina de un guionista: cortes rápidos, diálogos directos, escenas que parecen listas para un casting. Pero eso tiene un precio, ya que lo hace en detrimento de la profundidad visceral de otras de sus obras. La narración en tercera persona aleja al lector del trauma de Lennox, aunque la historia gire en torno a él. Bebe, esnifa, se obsesiona, pero ahora parece más un antihéroe de serie de prestigio que el profeta desquiciado de antaño.
Aun así, hay destellos del Welsh clásico. Un cameo de Sick Boy trae un guiño al universo compartido. Los diálogos callejeros, como siempre, brillan con humor negro y rabia de clase. Y la paranoia de Lennox tiene esa energía cortante y desquiciada que recuerda al autor que convirtió el mono de heroína en terror surrealista. Menos efectivos son los desvíos discursivos: monólogos sobre la corrupción de las élites o críticas al neoliberalismo que suenan a sermón. Welsh siempre ha sido político, pero aquí cae en el didactismo. En lugar de mostrar, grita y moraliza. El cronista valiente del hedonismo de los noventa se ha convertido en una especie de explicador a regañadientes del malestar millennial. Pero su vigencia es innegable. Pocos autores de su generación están tan conectados o dispuestos a ensuciarse las manos.
No es el mejor Welsh. Le falta la intensidad alucinatoria de sus obras cumbre, y sus provocaciones a veces parecen dudar de sí mismas. Pero incluso un Welsh imperfecto es más vivo, más inquieto, más interesado que la mayoría de la ficción criminal actual. Como Lennox, Welsh intenta reconciliar los fantasmas del pasado con las neurosis del presente. Y, con todos sus defectos, “Los cuchillos largos” nos recuerda que la literatura, como la justicia, rara vez es perfecta. ∎