Las tramas que plantea John Connolly (Dublín, 1968), escritor irlandés que vive a caballo de su país y de Estados Unidos, acostumbran a enganchar desde el principio. No recuerdo ninguna de las veintidós novelas de la serie dedicada al detective Charlie Parker a la que le cueste mucho o poco arrancar. Su originalidad y estilo fluido, heredero de Raymond Chandler y Ross Macdonald por un lado, y de H. P. Lovecraft y el mejor Stephen King por el otro, hacen el resto. Porque Connolly escribe novela negra colindante con el fantástico más escabroso y ominoso, producto de personajes arcanos, seres putrefactos y espectros del más allá. Parker es, de una manera más violenta, digno descendiente de Philip Marlowe, Lew Archer y Sam Spade. Pero está abocado a los infiernos habitados por fantasmas del pasado, asesinos de un tiempo indescifrable, hombres y mujeres cuya sola presencia produce un terror atávico, sectas y organizaciones que adoran no se sabe bien qué espíritu o fuerza del averno. En vez de resolver casos “comunes” de asesinatos, secuestros, robos o chantajes, y visitar casas de estuco y arquitectura española en Los Ángeles, Parker se enfrenta a estas fuerzas ocultas y oscuras. Lo hace en distintas zonas del país, pero él pertenece a Portland, Maine, un lugar que lo ha marcado tanto como sus tragedias personales. En esta última entrega, “Los mensajeros de la oscuridad” (“The Instruments Of Darkness”, 2024; Tusquets, 2025; traducción de Vicente Campos González), Connolly se detiene en una descripción de Maine que es tanto física como vinculada a la literatura: “Maine era una tierra antigua con una larga memoria. La rareza era endémica en el Estado. Por eso Stephen King no podría haber surgido en ninguna otra parte”.
Connolly le puso nombre de célebre jazzman a su detective. No es la única referencia musical en el universo de este Charlie Parker del Maine que debutó en “Todo lo que muere” (1999; Tusquets, 2004). En la quinta novela, “El ángel negro” (2005; Tusquets, 2007), se comenta que a Louis (uno de los dos compañeros inseparables de Parker, de raza negra y más expeditivo que nadie con las armas de fuego; el otro es Angel, un tipo que viste y habla a veces de forma ridícula, pareja sentimental de Louis, frágil en los últimos libros a causa de un cáncer) le gusta Howe Gelb. Si, además de que los personajes son siempre interesantes, las tramas –tanto las detectivescas como las lóbregas– crean adicción y los códigos de los dos géneros literarios se mezclan con inteligencia, añadimos citas musicales de tan buen gusto, será difícil no estar atento a la entrega anual de las andanzas de Parker. En una de las novelas se añadió un código de descarga del disco “Music Inspired By The World Of Charlie Parker”, paisajes electrónicos, ritmos inquietantes y sintetizadores analógicos –a veces en sintonía con las bandas sonoras de John Carpenter– seleccionados por el propio autor.
En las primeras novelas se respetaba el punto de vista habitual de la serie negra, la primera persona del protagonista. Poco a poco, Connolly ha hecho más sofisticada la estructura narrativa, fragmentada en diversos puntos de vista aunque la mayoría de los capítulos de “Los mensajeros de la oscuridad” se corresponden con la voz de Parker. Polifonía de voces acorde con todos los recovecos que explora el relato y con cómo las diversas (y en apariencia) subtramas avanzan hasta interconectarse de manera lógica. Porque Connolly es un escritor lógico pese a trazar argumentos que poco tienen que ver con la realidad y la razón. En una entrevista publicada en el suplemento literario ‘Abril’ el pasado 31 de mayo, el escritor decía que “si escribes ‘literatura de género’, ‘literatura popular’, hay una expectativa de entretenimiento”. Llámenlo evasión si quieren. Y puestos a buscar ese entretenimiento que también obligue a pensar, Connolly cita como sus dos influencias a Ross Macdonald, “el primer gran novelista psicológico que dio el género”, y a James Lee Burke, autor de novela negra que siempre luchó por deshacer la separación entre ficción popular y literaria.
Connolly está en esa línea, rompiendo normas establecidas hace años y que algunos aún siguen a pie juntillas pensando que esta mezcla es impura. Y así, en el intersticio entre géneros y tonalidades, define a un personaje tan poderoso como Parker, cuya esposa y primera hija, Jennifer, fueron brutalmente asesinadas, y cuya segunda hija, Sam, vive con su madre en Vermont tras la separación. Parker se comunica con Jennifer, y esta lo hace también con Sam, aunque este trasfondo no aparezca en “Los mensajeros de la oscuridad”. Si que tiene vital importancia en la trama una médium, personaje esencial para saber qué ha ocurrido con un niño desaparecido y poder demostrar la inocencia de su madre, acusada de asesinato. La médium abre puertas a los abismos a los que se ha acostumbrado Parker, pero aun así el detective duda, porque sigue moviéndose entre los dos mundos sin saber muy bien a cuál pertenece.
En cuanto a la estructura, la segunda de las cuatro partes de las que se compone la novela es una digresión para contar un anterior caso al que se enfrentó la médium. Una digresión necesaria, nada de recursos formales. Es esta mujer la que define a Parker como una presa fácil y un depredador evolucionado. Un perfecto antihéroe trágico que daría mucho juego para una serie televisiva. Siempre me lo he imaginado con el rostro del Jon Hamm de la época de “Mad Men” (Matthew Weiner, 2007-2015).
Connolly no se aleja de la realidad pese a su fascinación por lo fantástico e improbable. Según dice Parker en el libro, ser un político te convierte en alguien intrínsecamente indigno de confianza; el autor publicará de aquí dos años una novela, fuera de esta colección, que se desarrolla durante las audiencias del caso Watergate. No solo la geopolítica estadounidense: la médium visitó la escuela S-21 de los jemeres rojos –“un monumento a la maldad humana”– y escuchó las voces de los muertos. Las descripciones son siempre muy vívidas: las venas en la palidez de la piel de un personaje son como los afluentes de un río en invierno, y los cielos vespertinos y grises tiran a blanco y negro en los extremos, como si estuvieran atrapados en el ala de una paloma. Connolly es heredero de una tradición literaria, ha decidido fusionarla con otra, escribe muy bien e incluso sabe cómo incrustar el humor en la historia de un detective que habla con su hija muerta; una médium que oye las voces asustadas de los niños asesinados; una mujer a la que toda la comunidad condena sin pruebas del asesinato de su hijo; un grupo de neonazis incestuosos y tres hermanos que viven en una tierra infértil y cobijan en una casa construida en 1912 algo o alguien que se alimenta de los espíritus de las personas muertas y ha convertido un sótano en un osario. ∎