Hay una disposición a pensar en Joni Mitchell de cierta manera que a ella le ha causado siempre irritación: citándola como princesa mágica, figura frágil y, sobre todo, vulnerable. Lo subraya un par de veces a lo largo del libro: “No quiero ser vulnerable”. Esa palabra que hoy salpica, con un halo positivo, la conversación pública. El rechazo se hunde en los albores de su biografía, cuando siendo una niña de 9 años plantó cara de un modo instintivo a una enfermedad terrible, la poliomielitis. “No soy una tullida, no soy una tullida”, se repetía a sí misma. Muchos años después, y con la polio adormecida, aunque nunca lo suficiente, Charlie Mingus vio en ella a alguien que “lucha” y que “tiene agallas”.
En “Desde ambas caras. Conversaciones con Malka Marom” (“In Her Own Words. Conversations With Malka Marom”, ECW Press, 2014; Libros del Kultrum, 2024; traducción de Elena y Cristina Villallonga) asistimos a una larga y deliciosa charla de muchas horas, años en realidad, en torno a lo divino y lo humano, conducida por una figura de la máxima confianza de Mitchell, la escritora y periodista –y cantante, compositora y bailarina– Malka Marom, canadiense como ella, que un día la vio cantando en un club, cuando malvivía en cuartos con olor al queroseno usado para matar cucarachas, y que creyó en ella más que la artista misma. Un diálogo en tres etapas –1973, 1979 y 2012– repleto de revelaciones y reflexiones genuinas, propias de un alma libre; apuntes agudos en torno a la evolución de su arte musical y a su resonancia íntima y pública.
En el origen hay otro trauma, el de la joven madre soltera que había entregado a su hija en adopción (Marom fue su primera confidente, y calló durante décadas), muchacha para postre “mal casada”. Flota la incomprensión integral de su don artístico que mostraron siempre sus figuras más cercanas, desde su madre hasta su primer y felizmente efímero marido, de quien, cosas del sistema anglo, heredaría para siempre el apellido: el real es Anderson.
Sintiéndose expulsada del Edén, y fruto del dolor, Joni Mitchell creó su obra y su propio lenguaje musical como si fuera una pintora, dice. Tocando la melódica del revés, inventando acordes extraños y volviendo locos a los bajistas al forzarlos a ir más allá de las notas fundamentales de los acordes (nadie como Jaco Pastorius: “Nos ha dado caña a todos”, lo elogia). La figura del productor para ella fue siempre innecesaria –como “un canguro o un decorador”– y se comunicaba con los músicos a su libre manera: “Pon un poco de amarillo aquí” o “un toque de Elvis”.
Queda la sensación de que Joni Mitchell se ha sentido poco comprendida. Lamenta que la crítica no la siguiera en su tránsito, en los setenta, hacia sonoridades complejas y próximas al jazz. Siente que se la ha elogiado más cuando no innovaba, que el mundo no esperaba de ella que saliese de la casilla de cantautora folk y aflora un ego herido cuando compara su actual estatus cultural y su reconocimiento popular con el de otros colegas (hombres) de su generación. Sí, la protesta en clave de género despide las últimas páginas cuando, ya acariciando la setentena, se queja de que Bob Dylan dijera que ella es como un hombre solo porque manda y toma decisiones. “Hay algo raro y único en mí”, concluye, evitando (como en todo el libro) la falsa modestia. Y tiene razón. ∎