Un día, hace años, el cantautor y novelista norteamericano Elliott Murphy le dijo a José Manuel Sebastián (Buenos Aires, 1970) algo así como que todas las revoluciones del siglo XX se hicieron en nombre del rock. Esta asombrosa afirmación constituyó el detonante para que el periodista musical argentino afincado en Madrid iniciara una singular investigación en busca de unas supuestas evidencias revolucionarias del género que nació en los Estados Unidos a mediados de los años cincuenta del siglo pasado y que ahora languidece plácidamente.
La verdad es que el ambicioso título del libro, “Rock & Revolución”, y la impactante imagen de su portada, un fragmento del cuadro “La libertad guiando al pueblo”, de Delacroix, llaman a engaño, porque según se desprende de las conclusiones del estudio, el rock no ha tenido nada de revolucionario, y no creo que con ello cometa el error de descubrir ningún spoiler, porque Sebastián ya nos los anticipa en las páginas iniciales de su trabajo. En todo caso, el rock, en sus primeros tiempos, pudo significar una ruptura generacional, una señal de rebeldía de la juventud norteamericana en particular y occidental en general, que buscaba su lugar en la sociedad de la posguerra, pero que, pese al ridículo alarmismo de los sectores más conservadores del establishment, rápidamente fue asimilada por un capitalismo rampante que vio en esos jóvenes ávidos por consumir todo lo relacionado con la nueva música una inagotable fuente de negocio que, desde entonces, no ha dejado de crecer, hacia arriba y hacia abajo.
Según el autor del libro, que a menudo defiende sus tesis con estadísticas en mano, el rock ha sido mayoritariamente –salvo contadas excepciones– imperialista, machista, racista, poco pacifista, poco ecologista y mucho menos solidario con los conflictos sociales. Solo pudo ser revolucionario, y esto lo digo yo, porque Sebastián no lo tiene en cuenta, en los países del bloque soviético, cuyos adolescentes vieron en este género una vía de escape hacia una supuesta libertad que posteriormente los condujo al mismo camino –al mismo mercado– que a sus compañeros del “mundo libre”.
Sebastián plantea su librito de poco más de cien páginas –él mismo lo denomina “opúsculo”– como un trabajo escrito en primera persona que tiene mucho de autobiográfico y habla directamente al lector, planteándole sus innumerables dudas. Unas dudas que, en algunos casos, deberían haber sido resueltas previamente de antemano, porque a veces confunden a quien lo lee. Así, destaca aspectos parciales o marginales de la historia del rock, mientras no hace mención a otros episodios mucho más importantes. Pero él es el autor y puede elegir los temas que quiera. Está en su derecho. Además, al final, su libro acaba conformando una especie de tesis que no deja de tener sentido, a pesar de sus ausencias, y también de sus obviedades.
Después de hablar de los muy diversos mitos del género y de detenerse en capítulos más concretos que van del papel de Yoko Ono en la disolución de los Beatles a la trascendencia de la movida de los años ochenta en las reivindicaciones de signo LGTBIQ, pasando por la famosa leyenda de “sexo, drogas y rock and roll”, por poner tres ejemplos a los que Sebastián presta su atención, el firmante de “Rock & Revolución” nos plantea un epílogo más bien cáustico en que vincula la música objeto de su estudio a una especie de Concilio de Trento contemporáneo, en el que concluye que, como los mesiánicos adalides de la Inquisición, “el rock vive de espaldas a los demás, confiado en su propia y fenomenal excelencia”. Y establece un paralelismo contundente: también en el rock “había un dogma y una colección de santos. Con estos elementos la Iglesia católica ha sobrevivido un par de milenios”.
Así pues, más que de rock y revolución tal vez sería mejor hablar de rock y religión. Una religión que, no obstante, parece tener los días contados, si no es que, como acaba sugiriendo Sebastián, ya ha fallecido. ∎