Juan Claudio Cifuentes “Cifu” (París, 1941-Madrid, 2015) era un consumado conocedor de la música jazz, de su historia y sus intrincadas peripecias. Los lectores más veteranos recordarán el programa semanal ‘Jazz entre amigos’, emitido por TVE entre 1984 y 1991, y también los espacios ‘Jazz porque sí’ en Radio Clásica de RNE y ‘A todo jazz’ en Radio 3. En los años noventa recibió el encargo de la desaparecida Ediciones del Prado para realizar una colección de setenta fascículos, con sus correspondientes CDs, que explicase la historia del jazz. Esta llegó a los quioscos entre 1995 y 1996.
“Cifu” no era periodista stricto sensu. Su especialidad era la oralidad y eso se nota en la escritura y la narrativa de “El gran jazz”. La manera de expresarse tiene ese tono acompasado de la radio, que avanza entre pausas. Esta interesante historia del jazz parece estar narrada más con un micrófono que con una máquina de escribir. A quien le guste la compañía del lenguaje radiofónico, más de un capítulo le pasará volando. Quien no aprecie esa manera de comunicar deberá poner de su parte. También hay que tener en cuenta que es una selección hecha desde el conocimiento y el coleccionismo. Con los tics, manías y suspicacias que ello supone.
Con el paso del tiempo surgió la idea de convertir los contenidos de aquellos fascículos en un libro. El autor no llegó a concluir el proyecto. Los amigos de la Asociación Cifuentes, que preserva su legado, han llevado a cabo las actualizaciones pertinentes. Esta edición ha contado con la colaboración de Federico González, Carlos González, Carlos Sampayo, Jorge García y Federico Gª Herráiz. El libro no cuenta con ninguna imagen.
La obra se divide en cinco grandes secciones, subdivididas en capítulos. En la primera, “De los inicios a las big bands”, aparecen, entre otros, Joe “King” Oliver, Fats Waller, Fletcher Henderson; la segunda, titulada “La era del swing y los grandes solistas clásicos”, muestra a Coleman Hawkins, Art Tatum, Tommy Dorsey y Teddy Wilson; “La transición y la revolución del bebop” ocupa la tercera parte con figuras como Lester Young, Charlie Parker, Fats Navarro y Jay Jay Johnson; la cuarta descubre el “Cool, el hard bop y algo más” con jazzmen del calibre de Gerry Mulligan, Oscar Peterson o Stan Getz; finalmente, en la quinta y última, “Del hard bop al jazz modal”, aparecen Miles Davis, John Coltrane, Bill Evans, Ahmad Jamal, Dave Brubeck y Lee Morgan, que cierra el libro, a punto de alcanzar las novecientas páginas.
Una iniciativa loable de “El gran jazz” es dedicar dos capítulos en secciones distintas a determinados músicos, en función de su evolución, el impacto y la trascendencia en el tiempo. Ellos son Louis Armstrong, Duke Ellington, Benny Goodman, Count Basie, Lionel Hampton, Billie Holiday, Charlie Parker, Dizzy Gillespie –se obvia cualquier mención al cubop, aunque es un notable exponente de la música afrocubana– y Art Blakey. A su vez, las cuatro damas del jazz aparecen como lo que son: protagonistas de primer orden. A Lady Day se unen Ella Fitzgerald –“la mejor”, según el autor–, Sarah Vaughan y Carmen McRae, que “sintetizaba con éxito la intensidad expresiva de Holiday con la sensualidad vocal de Vaughan, y el resultado era sencillamente perfecto”. El protagonismo masculino recae en “Cab” Calloway y en Nat “King” Cole, que abandonó su ocupación de pianista de jazz por una carrera de crooner que le proporcionó una salud financiera envidiable.
El libro, que mantiene la columna vertebral de lo escrito en su día, parece querer responder a una pregunta tan intrincada como conspicua. ¿Qué es jazz? Si la hipótesis resulta cierta, el volumen responde a la grandeza, la hermosura y las sombras para definir una música que atrapa sin acabar de concretar su esencia y sus límites. El jazz sigue siendo un magnético misterio.
Cada capítulo incorpora tres elementos: la biografía correspondiente, un segundo segmento que descansa en la hoja de ruta de los intérpretes –es decir, las alegrías, las penurias del oficio, las jams, las grabaciones, los conciertos, los reconocimientos, las opiniones de otros músicos; también puñaladas de la vida como los narcóticos, el racismo o la soledad, así como la religión, la villanía de negarse a pagar lo pactado en las actuaciones y giras y a reconocer los derechos de autor– y un tercer apartado dedicado a las muy interesantes selecciones discográficas.
De la discografía del insigne saxofonista Sonny Rollins, cercano a convertirse en centenario, Cifuentes recuerda de “Freedom Suite” (1958) que “América tiene profundas raíces en la cultura negra: la jerga, el humor, su música. Qué ironía que el negro, que más que ningún otro puede reclamar como propia la cultura de América, sea perseguido y reprimido; que el negro, que en su existencia ha dado tantos ejemplos de humanidad, sea correspondido con un tratamiento inhumano”. En ese sentido, una cantante de blues fue una de las primeras voces en combatir conductas inadmisibles. Su traslado a la ciudad sirvió para hacer más potente su mensaje. El autor indica del álbum “Young Woman’s Blues” (1995) que “Bessie Smith representa la evolución, y su expresión ya es claramente urbana. Así, no se entendería la aparición en los años treinta de toda una serie de cantantes como Milfred Bailey, Billie Holiday y Ella Fitzgerald”. De “Louis And The Good Book” (1958), de Armstrong, se puede leer que “Satchmo se adentra en ese buen libro que es la Biblia. No tiene desperdicio”.
Años antes de su etapa sacra, Duke Ellington superó un importante bache creativo. Del directo “Ellington At Newport” (1956) se indica que el pianista “rompió definitivamente con la mala racha que arrastraba desde principios de la década... Un disco para escuchar (y no creérselo) una y mil veces”. En ese orden lúdico, una mujer que comentó sentirse responsable por pasar tanto tiempo en la carretera regala un derroche de belleza en “Ella & Basie. On The Sunny Side Of The Street” (1962): “La seguridad de su voz, su sentido del ritmo, su dinamismo y su swing hacen de cada tema una auténtica joya musical”.
Es difícil no pisar lugares comunes con una voz asociada a la canción “Strange Fruit”, la pieza antirracista por antonomasia. Para sustentar la esencia de “The Complete Billie Holiday On Verve 1945-1959”, el autor es determinante: “Pero si de lujos se trata, la integral de Verve es la que se lleva la palma. La que muchos consideran la etapa más rica de la carrera de Billie, a despecho del quebranto evidente de sus condiciones vocales”. En esta caja de 10 CDs, el productor Norman Granz, que detestaba el racismo, rodeó a Lady Day del talento de Ben Wesbter, Roy Eldridge, Oscar Peterson y Harry “Sweets” Edison, entre otros ilustres músicos.
Respecto a la técnica interpretativa del saxofonista Dexter Gordon, se indica que “su sabiduría armónica le permitía seguir, como un mapa imaginario, la estructura de cada tema y dar con los medios más expresivos para desmenuzar un acorde concreto”. Las grabaciones para Blue Note entre 1961 y 1965 son ejemplo de ello. En esa línea de conocimiento y creatividad, el ensayista no duda en calificar al pianista Thelonoius Monk de genio: “Fue quien proporcionó a los jóvenes rebeldes de aquel bebop, que nacía entonces, los acordes y los esquemas rítmicos y de construcción que ellos buscaban para poder dar forma a esa nueva música”. Otro talento es el percusionista Max Roach, un músico clarividente en su imaginario polirrítmico. “We Insist! Max Roach’s Freedom Now Suite” (1961) es un referente: “Impresionante suite compuesta por Max Roach y el letrista Oscar Brown. El recuerdo de la esclavitud, la segregación racial en Estados Unidos y Sudáfrica y la reivindicación orgullosa de los orígenes africanos son expresados con una fuerza sobrecogedora”. Canta Abbey Lincoln, casada entonces con el batería. El contrabajista Charlie Mingus “se había convertido en objeto de un magnetismo creativo. Interesaba a los tradicionalistas y enardecía a los revolucionarios”. Un espejo es “The Black Saint And The Sinner Lady” (1963). Como se puede apreciar, Sonny Rollins no estaba solo. Otra de sus joyas sonoras es “The Bridge” (1962).
En cuanto a la documentación, no se explica la ausencia de un índice analítico –imprescindible cuando hay tantas referencias cruzadas– y de una bibliografía. Se exponen hechos y declaraciones sin citar las fuentes primarias. Asimismo, se observa redundancia en determinados capítulos. El empresario discográfico Norman Granz merecería un episodio propio y no estar escondido en dos apéndices ajenos. Al igual que el productor John Hammond. No se observa malicia, pero sí una falta de diligencia editorial. Así y todo, la calidad expositiva y el ánimo divulgativo superan a los desaciertos expuestos. En su largo viaje, “El gran jazz” sigue siendo una obra útil y amena que motiva a la lectura para gozar y descubrir secretos de este arte centenario. ∎