Mucho más que el escudero de Nick Cave. Foto: Jordi Vidal
Mucho más que el escudero de Nick Cave. Foto: Jordi Vidal

Entrevista

La reliquia sagrada de Warren Ellis (o cómo un chicle capturó la imaginación del mundo)

A Warren Ellis se le conoce, sobre todo, por su duradera alianza con Nick Cave. El multinstrumentista australiano forma parte de The Bad Seeds desde hace un cuarto de siglo, militó en Grinderman y ha trabajado a medias con Cave en muchísimas ocasiones, componiendo e interpretando bandas sonoras para cine y teatro. Conversamos con él a propósito de su primer libro, “El chicle de Nina Simone”.

En 1999, el revoltoso violinista de Dirty Three hizo algo inusual: al acabar un conciertazo de Nina Simone que define como “experiencia religiosa”, subió al escenario para hacerse con el chicle que ella había estado mascando antes de cantar y que había pegado en el piano. Lo guardó en un cajón, envuelto en la toalla de su particular diosa. Más de 20 años después, el chicle está siendo exhibido en una exposición itinerante de Nick Cave (actualmente en Montreal, hasta el 7 de agosto) y ha sido el molde de joyas, al final de un proceso personal y colectivo que Warren Ellis, de 57 años, describe en su interesantísimo primer libro, “El chicle de Nina Simone” (2021; Alpha Decay, 2022). Charlamos con él sobre la escritura de esta peculiar obra y sobre cómo su relación con un objeto tan aparentemente banal canaliza todo lo que él considera espiritual en la música.

Hablamos de un libro relativamente inclasificable que fluctúa entre el ensayo, las memorias, la crónica, los diarios y la documentación de un proceso artístico. El autor admite que no sabe exactamente qué es. En cualquier caso, “es un libro sobre el mismo hecho de escribir un libro”. Lo cierto es que a lo largo de la conversación el libro se va revelando como muchas cosas, todas ellas suscitadas por el rol que jugó ese chicle en la biografía del músico. Eso sí: no es una obra sobre Nina Simone ni tampoco sobre el chicle. Es un trabajo sobre “las historias que nos montamos en la cabeza; es decir, esencialmente trata sobre la imaginación, esa cosa que une nuestras mentes, a veces de formas un poco extrañas”, comenta el músico, a quien le fascina ese “lugar cósmico” que es la imaginación. “Por ejemplo, desde luego no hay ninguna ‘iglesia’ concreta de Nina Simone pero sí hay una ‘iglesia’ abstracta que existe en la conciencia de toda la gente que adora a Nina Simone y todo lo que hizo”, explica. Una fe compartida, fluctuante, sin templos, sin reglas, que se intuye de forma especialmente lúcida en el directo, ese ritual comunitario.

Es posible que a un lector que no conecte con la música igual que tú, o no la conciba como esa imaginación colectiva de la que hablas, lea el libro y considere que tu veneración por el chicle es algo extravagante.

Tampoco está mal que te consideren un poco loco o raro, ¿no? Además, probablemente la misma Nina Simone hubiera pensado que soy un chalado. Es imposible que todo el mundo te entienda. Si te preocupan este tipo de cosas probablemente acabarías no haciendo nada. Yo tuve mis dudas a la hora de escribir el libro, eso es algo inevitable. A veces pensaba: “¿A quién le importará una mierda?”, y en esos momentos hablaba con gente, me pasaba horas al teléfono y era a partir de esas conversaciones cuando se volvía a prender la confianza en lo que estaba haciendo. Eso es representativo de cualquier proceso creativo… cuando después de defender un proyecto te das de morros contra una pared de ladrillos. En mi caso, hablar con gente siempre reafirma mi convicción.

“No soy como un pintor solitario que se encierra en una habitación con sus pinceles y pensamientos, creando a su aire. Siempre me rodeo de gente, busco sus opiniones, ayuda, recomendaciones, comparto ideas… Incluso tengo la sensación de que el libro lo han escrito varias personas, y no solo por el hecho de que aparezcan muchas voces distintas”

¿Dirías que tus dudas o crisis a la hora de escribir el libro son parecidas a las que pudieras experimentar en la creación musical?

A lo largo de mi vida profesional he encallado en situaciones similares. Por ejemplo, cuando grabamos “Ocean Songs” (Anchor & Hope, 1998) con Dirty Three. Hasta ese momento habíamos sido una banda extremadamente ruidosa, violenta y caótica sobre el escenario, y cuando llegamos al estudio de Steve Albini le dijimos que queríamos hacer un álbum muy sosegado, sin ruido, con un ritmo tranquilo de batería basado en escobillas. Al tercer día nos hallamos en un impasse: todo nos sonaba igual de anodino y tuvimos una crisis de confianza en nuestra propuesta. Las dudas permearon el estudio. Y en ese momento Steve, que conocía nuestros directos salvajes, dijo algo que se me quedó grabado: “Cuando me propusisteis grabar un álbum pensé que haríamos el mejor disco de rock’n’roll desde ‘Raw Power’ (el tercer disco de The Stooges, de 1973). Luego dijisteis que queríais hacer algo calmado y me decepcioné un poco. Pero vinisteis aquí con una idea, y es una buena idea. Toda la gente que ha pasado por este estudio ha tenido un momento de duda cuando cuestiona su idea. Vuestra labor consiste en hacerla realidad: yo os animo a seguir en esta línea”. Otro tipo de persona menos perspicaz, que no entienda el proceso creativo, simplemente hubiera dicho: “¡Suerte que os habéis dado cuenta de que esto no funciona!”. Me ha pasado con otros productores. Pero la lección de ese día con Steve la tengo muy presente: cuando algo te preocupa, significa que estás haciendo bien las cosas. Cuando algo te resulta difícil, significa que vas por el buen camino. Y eso me pasó también con la escritura del libro. Las dudas me mantuvieron alerta como si fueran un radar.

Tocar música en bandas es una actividad social, interactúas con otros constantemente. Pero tal como lo planteas, la escritura de un libro también lo es, en tu caso.

No soy como un pintor solitario que se encierra en una habitación con sus pinceles y pensamientos, creando a su aire. Siempre me rodeo de gente, busco sus opiniones, ayuda, recomendaciones, comparto ideas… Incluso tengo la sensación de que el libro lo han escrito varias personas, y no solo por el hecho de que aparezcan muchas voces distintas.

Una parte está llena de esas voces: la reconstrucción del concierto donde pillaste el chicle. Es casi una “arqueología” de un evento pasado, donde te sirves de los recuerdos de otros.

En esa época las cosas no se presenciaban de la misma manera. No se registraba tanta información. De ese concierto no había nada filmado, muy poca cosa escrita, tan solo unas pocas fotos. Así que tuve que recurrir a las memorias de la gente, entrevistarme con aquellos que fueron testigos. Visto así, es cierto que realicé una especie de trabajo detectivesco, de indagación. Luego, el libro muta en un ensayo tipo “cómo hacer una exposición”, y después se convierte en un diario.

Entre el ensayo, las memorias, la crónica, los diarios y la documentación de un proceso artístico. Foto: Jordi Vidal
Entre el ensayo, las memorias, la crónica, los diarios y la documentación de un proceso artístico. Foto: Jordi Vidal

Es un libro difícil de categorizar precisamente por esa mutación que experimenta, como si no se conformara con permanecer en un género durante demasiadas páginas.

Creo que el libro plasma a flor de piel mi proceso de intentar comprender cómo escribir algo. Y es muy transparente en este sentido. Yo no había escrito nada desde mi juventud, no sabía lo que implicaba ese proceso. Es como darle una guitarra a alguien que no sabe de música y pedirle que te grabe un disco. Así que me parece totalmente normal que el lector note esa lucha a medida que avanza el libro. Quizá en un momento dado pensará “de acuerdo, está intentando hacer esto”, y luego dirá “ah, no, no sabe lo que está haciendo”. Hubo partes eliminadas del libro que, sin embargo, influenciaron el resto. Inicialmente había seis páginas donde listaba reliquias sagradas, una detrás de otra, y al final colocaba el chicle de Nina Simone. Pero al editor le pareció que no funcionaba, por lo que reemplacé esas listas de reliquias con listas de objetos míos que tenía guardados en maletas o cajas. Es decir, un intento de escritura fallido me llevó a escribir otra cosa distinta que acabó cuadrando mejor.

¿Partiste de alguna idea inicial?

Todo lo que tenía era el consejo de una amiga mía: me dijo que empezara tantos hilos como quisiera, pero que todos deberían reconducir al chicle de algún modo u otro. Eso lo puse en práctica ya bastante metido en el proceso, porque cuando me senté a escribir pensé que saldría una especie de libro artístico con 80 o 100 fotos con breves descripciones, un catálogo de imágenes mostrando el proceso de conversión del chicle en un objeto de arte. Suponía que las fotos hablarían por sí mismas. Pero luego vi que en mi contrato figuraban muchas más palabras de las que había calculado, porque no entiendo de textos. A veces la ignorancia te permite dar ese primer caso con confianza. De haber sido consciente de la cantidad que me pedían, me habría amedrentado. Esa ignorancia me forzó a vislumbrar otras posibilidades, otras cosas que podría escribir que no fueran directamente vinculadas a la fabricación del molde del chicle. Pero todos los hilos debían reconducir a eso, a lo que me inspiró el chicle. Y me puse a pensar: “¿En qué otras ocasiones he tenido esa experiencia sensorial, cuándo he sentido esa misma luz?”. Y fue así como me vinieron a la mente cosas como lo que me provocó escuchar a Beethoven, o esa escena de los payasos que viví con mi hermano de pequeño y que abre el libro. Quizá esa fuera mi primera “experiencia sobrenatural”, me dijo un amigo. Quizá eso te definió, y es por eso que fundamentalmente te dedicas a lo que te dedicas.

“Me vinieron a la mente cosas como lo que me provocó escuchar a Beethoven, o esa escena de los payasos que viví con mi hermano de pequeño y que abre el libro. Quizá esa fuera mi primera ‘experiencia sobrenatural’, me dijo un amigo. Quizá eso te definió, y es por eso que fundamentalmente te dedicas a lo que te dedicas”

¿Qué dirías que aprendiste del proceso de escritura?

Si es cierto, como dije antes, que el libro es mi intento de descifrar qué es el libro, podría decirse que lo aprendí todo. No partí de ningún referente, no había ningún libro que me sirviera de modelo. Hay algunos libros de músicos que me encantan, por ejemplo “Crónicas” (2004), de Bob Dylan, porque me parece muy generoso cómo comparte tanta cantidad de momentos, aunque haya información que a mucha gente no le interese o te hable de álbumes que muchos no consideran tan importantes. Pero para nada lo tomé como un modelo. Lo único que sabía es que no quería escribir unas memorias. En el libro hay partes donde hablo de mi vida, desde luego, pero son eso: partes. Lo cierto es que nunca he sido un lector muy prolífico. Recuerdo momentos en los que me entusiasmaron obras literarias o ensayos –Camus, Ionesco, Barthes–, pero son pocos en comparación a discos o películas. Quizá porque me costaba más entender lo que implicaba el proceso, era un misterio. Al escribir un texto me di cuenta de la vulnerabilidad del autor. Yo hago música, no creo que se pueda “malinterpretar” mi mensaje, porque la gente reacciona emocionalmente; o le gusta o no le gusta, no se tiene que explicar el por qué. En cambio, tuve la impresión de que la escritura no es algo tan en blanco y negro, y me pareció más vulnerable y abierta a la crítica y la interpretación.

En el libro hablas de Arleta, la cantautora griega cuya canción escuchaste en casete durante años sin saber nada de sus letras o procedencia; incluso acabaste transformándola en un tema de Dirty Three, “The Greek Song”. ¿Dirías que hoy día, con tanto acceso a la información, se ha perdido un poco el misterio de la música?

Los servicios de streaming son un hecho. Y no me gusta mirar atrás nostálgicamente, no quiero parecerme a esos tipos de los 80 que se quejaban del hip hop. No me preocupa especialmente que haya acceso a tanta cantidad de música, ya que lo importante es qué haces con esa accesibilidad. Cuando era más difícil encontrar música y entenderla, cuando no sabías qué era lo que estabas escuchando, lo suplías recurriendo a la imaginación. Y creo que eso sigue siendo válido, aunque de otras formas. Es decir, da igual que tengas toda la información del mundo: cuando una canción te sacude de verdad, eso es pura emoción, algo hasta cierto punto inexplicable y, por lo tanto, misterioso.

En uno de los capítulos trazas un paralelismo entre las muertes de Nina Simone y tu amigo melómano Mick Geyer, quien te descubrió su música. El arte de Simone es mundialmente reconocido y apreciado; pero creo que en el libro dejas bien clara la importancia de aquellos que nos rodean, con quienes compartimos la música.

A la gente que ha alcanzado cierto nivel de celebridad la observamos de modo muy distinto, somos sus fans. Pero, bien pensado, quienes tienen el verdadero impacto en nuestras vidas son personas como Mick. Todos hemos tenido amigos así, generosos, con un afán por compartir. En el libro quise darle el mismo peso que a Simone. Porque en el fondo mi devoción por Simone se debe también a otros, igual que la comparten otros. O quizá no la comparten, aunque entienden mi fascinación. Hay mucha gente que no sabe quién es ella, pero le ha encantado la historia del chicle. Mi acto devocional trasciende el objeto de mi devoción, por así decirlo.

“¡Si el chicle de Gene Simmons se vendió por 250.000 dólares, el de Nina Simone no podía ser menos!”. Foto: Jordi Vidal
“¡Si el chicle de Gene Simmons se vendió por 250.000 dólares, el de Nina Simone no podía ser menos!”. Foto: Jordi Vidal

Esa es una de las cosas de las que trata el libro, ¿no? De la larguísima vida de ese chicle. Primero pervivió en tu propia fantasía y luego generó la fantasía de mucha otra gente.

La gente interacciona con ese objeto. Un objeto que a primera vista es absolutamente banal, pero que, debido a la historia que lo rodea, suscita su atención. Y acaban hablando de él como si fuera un Picasso. Con el libro quise explicar precisamente esto, que está vinculado a otra cosa que me comentó un amigo: dijo que este libro también explica por qué me importa tanto la música. Son dos aspectos que se entrecruzan. Si quería que a la gente le importara la historia del chicle, primero debía entender por qué fui yo la persona, entre 2000, que subí a buscarlo. Eso es algo que nunca me había preguntado y que quise explorar aquí.

¿Por qué subiste a buscar el chicle de Nina Simone?

Me gusta pensar que hay cierto vínculo entre los cimientos de carácter religioso que echó mi padre recitando oraciones cada noche cuando era niño –y no sé de qué hablaba exactamente, era todo muy abstracto– y el momento en que descubrí la música, ya cuando era mayor, y creí ver en ella esa conexión espiritual. La idea de que John Coltrane es la voz de Dios. Por supuesto todo es cosa de la imaginación, pero poder liberar esa parte mística de tu persona, conectarla con algo, es maravilloso. Yo quiero, incluso debo, creer que hay algo espiritual en este mundo, algo que nos conecte a todos a ese nivel. Otra cosa que venero es la Tierra. Por muy obvio que sea, no estaríamos aquí sin ella y no la respetamos tanto como deberíamos. En cualquier caso, quiero creer que hay algo indescriptible que nos conecta. Aunque esa espiritualidad pueda explicarse científicamente, es una forma demasiado brutal de ver las cosas, no me interesa. Prefiero crear esa espiritualidad en mi mente que vivir en un mundo duro y frío. Quizá si dentro de 200 años la humanidad todavía persiste y el chicle está en un pedestal de Rodin en una sala del Louvre, la gente podrá leer el libro y decir: “Por eso está esto aquí”.

Actualmente el chicle está en una exposición itinerante. Ahora que es una pieza museística, ¿qué relación dirías que mantienes con él? Ya no está bajo tu control, ha pasado de tener un valor personal a tener un valor colectivo.

A decir verdad, nunca sentí que el chicle estuviera bajo mi control. No era una “posesión”, sino que simplemente velaba por él. Lo mantenía en un lugar seguro. Pero inicialmente no tenía previsto entregarlo, liberarlo. Y el libro narra también esa decisión y las repercusiones que tuvo. Cómo un objeto que si se hubiera quedado en el cajón acabaría en la basura después de mi muerte ahora está enmarcado y expuesto y quizá costará una cantidad absurda de dinero. ¡Si el chicle de Gene Simmons se vendió por 250.000 dólares, el de Nina Simone no podía ser menos! Así fluctúa el valor de las cosas, por ordinarias que sean, cuando las sacas de su órbita normal y las sitúas en una posición elevada. Tradicionalmente las reliquias sagradas son objetos banales, ya sean pelos, clavos, sangre, coronas de espinas… Por eso me fascinan: no están en un pedestal por su valor intrínseco, sino por cómo la gente de su alrededor quiso ver ese valor, creó una mitología sobre ellas, aunque no estuviera nada clara su autenticidad. En Vietnam visité un templo donde tenían expuesto detrás de un cristal el coche del monje que se prendió fuego, con una foto de él en llamas. Otro ejemplo sería el mechón de pelo de Beethoven. O el último aliento de Edison, del que hablo en el libro. Ese caso me resulta especialmente conmovedor, porque estamos hablando de algo invisible. Lo que importa no es el objeto, sino el gesto: que a alguien se le ocurriera preservar ese aliento. La idea del último aliento de Edison me hace vibrar más la imaginación que la mayoría de cosas que hay en las galerías de arte, porque puedo entender esa idea, porque me parece algo espiritual y no tanto conceptual. Yo podría haber dejado el chicle en el cajón. Pero mira la vida que ha tenido: hace que la gente se plantee cosas, está girando por el mundo, he recibido propuestas de cómics y documentales. Ha conquistado la imaginación de la gente.

“Quería que el libro tratara sobre las cosas buenas de las cuales somos capaces los humanos. Lo escribí durante la pandemia –una época confusa, incierta, turbulenta– y quería centrarme en lo positivo, celebrar nuestra capacidad para trazar lazos comunitarios y sentirnos conectados los unos a los otros, ya sea a través del arte, como es mi caso, o de cualquier otro caso”

Tanto el acto de colocar cosas banales en pedestales y darles una historia como las listas de objetos que aparecen en el libro –que defines como “pequeños museos personales” que te permiten “viajar en el tiempo”– recuerdan mucho al Museo de la Inocencia de Orhan Pamuk en Estambul, que mencionas en un par de ocasiones.

Ese museo me parece extraordinario y me llegó mucho más hondo que la mayoría de exposiciones de arte. Lo visité dos días seguidos. Me asombró incluso más que el libro en que se basa: su organización por capítulos, la exaltación de lo cotidiano y lo íntimo, ¡esa pared de colillas de cigarrillos! Lo que emociona no son las colillas por sí mismas u otros objetos como tazas o servilletas con manchas de pintalabios, sino el hecho de que alguien –con cierto trastorno obsesivo-compulsivo, todo hay que decirlo– las recopilara y clasificara. Es una idea brillante de ficción creativa que, al mostrarse en formato físico y palpable, gana realidad. Me pregunto qué pensaría Pamuk de mi libro… Yo por mi parte debo confesar que visitar ese museo dio forma a varias ideas que ya llevaba un tiempo rumiando. Es como si confirmara mis instintos, me hizo ver que lo que quería hacer tenía sentido.

Otro protagonista del libro es el viejo violín que utilizaste desde tus inicios hasta mediados de los 90, cuando se rompió. Lo diste por perdido, pero hace un par de años lo recuperaste y ahora también está siendo exhibido.

Cuando perdí el violín hace más de veinte años no sentí especial nostalgia o sentimentalismo. Pero su reaparición hace poco fue algo inesperado que me emocionó. Fue mi primer instrumento, me gané la vida con él durante más de una década, viajaba conmigo a todos lados, era una extensión de mi cuerpo. Pero lo más interesante fue el paralelismo que surgió entre la historia de ese objeto y lo que estaba pasando con el chicle. La serendipia fue algo inaudito, ambas cosas formaban parte de una narrativa similar. Tiene sentido que quisiera dedicarle espacio en el libro, ya que también intento explicar cómo el arte se eleva y gana un valor. Por eso me detengo tanto en el proceso de fabricación del molde del chicle. Hay una transformación de ese objeto, igual que yo también me transformé y también lo hizo mi violín, que renació de las cenizas. Creo que todos estos restos son señales de vida. ¿Cómo decía Leonard Cohen? Poetry is just the evidence of life. If your life is burning well, poetry is just the ash”. Quería que el libro tratara sobre las cosas buenas de las cuales somos capaces los humanos. Lo escribí durante la pandemia –una época confusa, incierta, turbulenta– y quería centrarme en lo positivo, celebrar nuestra capacidad para trazar lazos comunitarios y sentirnos conectados los unos a los otros, ya sea a través del arte, como es mi caso, o de cualquier otro caso. Quizá es ese sentimiento comunitario lo que nos salvará de la perdición. ∎

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