Película

L’amour fou

Jacques Rivette

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En “Jacques Rivette, secret compris” (2001), Hélenè Frappat habla de “L’amour fou” (1969; se estrena hoy) como una película regresiva, en la que la protagonista va hacia atrás. Frappat, una de las grandes expertas del corpus rivettiano, expone esa idea en relación con el colapso que sufre Claire, la protagonista de la obra –encarnada por una arrebatadora Bulle Ogier–; pero esa reflexión también podría servirnos para pensar la película en sí. Primero, por la estructura del largometraje, un dilatadísimo flashback que narra la crisis de una pareja de actriz y director mientras trabajan en los ensayos de la pieza teatral “Andrómaca”, de Racine; segundo, porque con esta película Jacques Rivette (1928-2016) regresaba a un punto cero creativo en un momento en el que las certezas sobre el mundo se derrumbaban.

Merece la pena regresar, en este sentido, a la génesis de “L’amour fou”. Mientras que la experiencia de “La religiosa” (1966), adaptación de la obra de Diderot con Anna Karina, había dejado a Rivette algo desnortado –tanto por la censura que sufrió esa película como por el modus operandi de puesta en escena empleado–, el sesentayochismo comenzaba a tomar forma a raíz de diversos acontecimientos políticos y sociales que golpeaban Francia. En ese momento, Rivette retomó el contacto con su maestro, Jean Renoir, al encargarse del capítulo sobre el director de “La regla del juego” (1939) para la serie documental “Cinéastes de notre temps” (1964-1972), de Janine Bazin, esposa de André Bazin, y André S. Labarthe. Ese rencuentro le inspiró otro tipo de acercamiento al arte cinematográfico en el que expresar sus reflexiones sobre el montaje, el espacio fílmico y, sobre todo, el trabajo con los intérpretes. “L’amour fou” y “Out 1. Noli me tangere” (1971) son la consecuencia de ese impasse.

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“Todos los filmes tratan del teatro: no existe otro tema [...]. Porque es el tema de la verdad y la mentira”, llegaría a decir Rivette. “L’amour fou”, filmada entre julio y agosto de 1967 y estrenada en París en 1969, es, como buena parte de su obra, una película sobre el teatro y, por tanto, sobre la verdad y la mentira de la representación. Son múltiples, no obstante, los ejes dialécticos sobre los que se sostienen los 254 minutos de este desmedido y monumental largometraje: teatro y cine, cine y vida, realidad y recuerdo, escenario público y vida privada, hombre y mujer… o paranoia e histeria, otras dos coordenadas habituales en el cine de Rivette, celebradas por Serge Daney cuando el crítico de ‘Libération’ decía que el relato de ese filme todavía se repartía siguiendo la lógica rivettiana de “la triste paranoia masculina y la gozosa histeria de las mujeres”.

Más allá de las bellas palabras que le dedica la evocadora escritura de Daney, las principales claves del pensamiento cinematográfico del siempre escurridizo Rivette anidan en las más de cuatro horas de esta película que sigue el derrumbe de la relación entre el director teatral Sébastien (Jean-Pierre Kalfon) y Claire, su compañera y también actriz. Si sus primeros compases nos enseñan la conclusión del relato –Sébastien no ha acudido a los ensayos y está hecho un ovillo en un apartamento completamente destrozado, mientras Claire parece estar marchándose de París, al mostrárnosla en el interior de un tren–, a medida que el largometraje avanza el vaivén narrativo va a volverse cada vez más ambiguo y devastador.

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Es obvio decir que el proceso de esa caída libre es tan fascinante como exigente. Planteado a partir de dos líneas narrativas en dos espacios escénicos ajenos a lo que sucede en su exterior y aislados entre sí –los extendidos ensayos de la obra teatral, captados por Labarthe en 16mm, y las secuencias de la pareja en clave de psicodrama cassavetiano–, la película parece cerrarse sobre sí misma de manera paulatina, interrogándonos sobre cuál de las dos representaciones, la del teatro o la de los bastidores, es más real o más ficticia. En su secuencia más notable, un huis clos canónico de una media hora de duración con Sébastien y Claire atrincherados en su piso, el delirio se apodera del espíritu de la obra y el efecto resultante, tanto en el filme como en el patio de butacas, es irreversible.

Como sucedió con muchos de los filmes de Rivette, el destino no fue demasiado benevolente con “L’amour fou”. En este caso, incluso cruel, ya que el negativo original se perdió tras un incendio en 1973. La película se conservaba en diversas versiones en positivo y la copia que se estrena por primera vez en las salas españolas es una versión restaurada con un mimo extremo fruto del trabajo de Les Films du Losange junto a la directora de fotografía Caroline Champetier, colaboradora de Rivette. Sobra decir que su estreno en cines, como parte del ciclo “Hechizo de Bulle Ogier”, que incluye las fabulosas“Los locos viajes de Céline y Julie” (“Céline et Julie vont on bateau”, 1974) y “Le Pont du Nord” (1981), es un acontecimiento extraordinario. La aquí firmante tuvo la suerte de verla en el Festival de Cannes del año pasado y solo puedo añadir que hay un antes y un después de “L’amour fou”. En todos los sentidos. ∎

Recuperación histórica de una obra maestra.
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