Cada cierto tiempo, en el mundo del cómic aparece un autor o autora que sirve de faro para los demás, emitiendo una luz que se prolonga en el tiempo y el espacio y que alumbra el camino a quienes vienen tras ellos. La propia naturaleza replicante del cómic se pone a disposición de los parámetros del mercado, que consigna las directrices a seguir resumidas en un lacónico mensaje que podría traducirse como “quiero un tebeo como los de este tío que ha vendido miles de ejemplares”. En otras ocasiones, ni siquiera eso, es tal el impacto que una obra puede provocar a los jóvenes cachorros que no hace falta el consejo (orden, más bien) editorial, porque son ellos y ellas mismas quienes se deslumbran y acuden como polillas a la luz de la que hablábamos antes. En una disciplina artística que apenas cuenta con más de un siglo de existencia, el eco nos llega desde cerca.
Uno de los faros más potentes en los últimos quince años es el belga Olivier Schrauwen, autor cuyo trabajo podemos leer en nuestro país gracias a la editorial Fulgencio Pimentel. En toda su obra, Schrauwen ha experimentado con el fondo y la forma del lenguaje del cómic, a través de una mirada muy personal que concentra en diversos avatares de sí mismo que le valen como exploradores de un terreno artístico que mezcla la vanguardia formal con chistes acerca de Scatman John. La crítica (bueno, en realidad yo) ha convenido en llamar al camino alumbrado por Schrauwen como “experimentación majareta”, ya que el humor es uno de los pivotes de esta tendencia, que cuenta (ya llegamos, ya) con Liam Cobb (Londres, 1988) como otro de sus seguidores más destacados.