El melancólico rasgueo de guitarra de “Silver Joy”, de Damien Jurado, suena sobre los títulos de crédito de “Los que se quedan” (2023; estrenada en España el pasado 3 de enero), una sucesión de paisajes nevados que muestra la actividad de una aislada comunidad escolar –el internado Barton, destinado a chicos blancos y privilegiados– en la Costa Este de Estados Unidos a inicios de la década de los setenta. La canción de Jurado, una composición contemporánea que recuerda a las de los cantautores norteamericanos de los sesenta y setenta, parece sintetizar la propuesta formal de este filme extraordinario, que podríamos considerar un regreso en plena forma de Alexander Payne tras el desvío que supuso la irregular, aunque interesante, “Una vida a lo grande” (2017). “Los que se quedan” es, en primer lugar, el homenaje de Payne a una era pretérita del cine norteamericano –la de los autores de la contracultura y del Nuevo Hollywood– y, en segundo término, la constatación de que el director de “Entre copas” (2004) sea tal vez –junto a James Gray, Paul Thomas Anderson y Richard Linklater– uno de los descendientes más directos de aquella generación de cineastas.
El espíritu de Hal Ashby –en particular de “El último deber” (1973)– sobrevuela “Los que se quedan”, película que anuncia desde su mismo título la voluntad de otorgar voz a los rezagados, a los excluidos por el sistema. El trío protagonista –que encajaría como un guante en el catálogo de perdedores que constituye la filmografía del director de “Harold y Maude” (1971)– está formado por Paul Hunham (Paul Giamatti, en un emocionante reencuentro con Payne veinte años después de “Entre copas”), cascarrabias profesor del internado solitario; Angus Tully (Dominic Sessa), un estudiante conflictivo y con problemas familiares, y Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), cocinera del centro y madre en proceso de duelo por su hijo fallecido en Vietnam, todos ellos sometidos a una convivencia forzada en el colegio vacío durante las vacaciones navideñas.
La herencia del cine norteamericano de los setenta se muestra de forma evidente en la elección del formato de la película o en una dirección de fotografía que emula el grano y textura de los filmes analógicos de aquel período, aunque el aire retro de la película no es solo una cuestión de forma, sino también de contenido. “Los que se quedan” es, como la mayor parte de la filmografía de Payne, un meticuloso, descorazonador y tragicómico tratado sobre la naturaleza humana; pero, en este caso particular, en este estudio microscópico sobre las múltiples y diversas formas que pueden tomar la soledad y el desamparo, el cineasta se las arregla para incluir un contundente discurso político que evidencia el privilegio de clase y de raza y que denuncia las diferencias sociales y la desigualdad de oportunidades que este provoca.
Es esta insistencia en la noción de clase y sus derivados la que evidencia en gran medida la voluntad de Payne de dialogar con (¿reivindicar, tal vez?) una etapa ya pasada del cine norteamericano, marcada por el compromiso político. Más allá de esta mirada retrospectiva, “Los que se quedan” es, ante todo, un filme que deja al descubierto las cualidades de un cineasta en plenas facultades: su capacidad para hacer equilibrismos sobre la delgada línea que separa comedia y tragedia; o su alergia al sentimentalismo, el modo en que boicotea cualquier indicio de atajo emocional que ofrezca una tregua a los espectadores (la secuencia de la fiesta, en la que la esperanza de una salvadora trama romántica es destruida sin contemplaciones, es buen ejemplo de esto).