Lo primero que hice al llegar a casa con “Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios” (2014; Anagrama, 2021) bajo el brazo fue romper la disciplina de autores y editoriales que impera en mi biblioteca y buscarle un sitio junto a “No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio” (Acantilado, 2010), de Ramón Andrés. Mi primera intuición me decía que ambos libros se llevarían bien, por lo que tenía sentido que estuvieran uno al lado del otro. Pero al empezar a leer la colección de crónicas de visitas y viajes a cementerios elaborada por Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) –para ser exactos, 24; ocho más que en la edición original de Galerna– no tardé en darme cuenta de que esa afinidad no resultaba tan evidente (y, de hecho, quizá ni existía). Pese a la imponencia luctuosa de los escenarios, los periplos de la autora de “Nuestra parte de noche” (Anagrama, 2019) están repletos de charlas, encuentros fraternales, risas, amistad e, incluso, sensualidad.
De lo que no hay rastro en estas páginas es de ironía. Enriquez no pisa los lugares de reposo eterno desde una distancia resabiada ni busca lo pintoresco. Al contrario, su fascinación por lo macabro es frontal y desarmante (y, sospecho, compartida por buena parte de quienes la leemos); se documenta metódicamente para preparar sus andanzas y elegir los destinos y, la mayor parte de las veces, llega al lugar con un objetivo claro: fotografiarse frente a la tumba de Karl Marx en el Highgate londinense, emulando una icónica sesión de fotos de los Manic Street Preachers; contemplar la escultura “El beso de la muerte”, de Jaume Barba, en el cementerio de Poblenou, en Barcelona. O, en uno de los episodios más memorables, robar un hueso de las catacumbas de París (tras leer sus razones, es casi imposible terminar el capítulo sin sentir un deseo casi irrefrenable de sustraer un souvenir similar).
En otras ocasiones, sin embargo, lo inesperado coge las riendas de los paseos: toparse con un perro amenazante que guarda una tumba en Guadalajara, México (una situación tensa amplificada por un traumático y sanguinolento recuerdo de infancia); un guarda dicharachero en Lima, que exhibe el cráneo de un difunto con inquietante jovialidad; el fulgor de la amistad que nace con su anfitrión y guía de cementerios en Cuba, que acabaría convirtiéndose en el primer “amigo muerto” de la escritora. O, claro está, el arrebato romántico en Génova, en la crónica que abre el libro: viajando con su madre por Italia a mediados de los 90, la veinteañera Enriquez conoce a un violinista fascinante, con quien pasea por el camposanto de Staglieno. Allí, las estatuas que, se supone, deben evocar el tánatos los conducen paradójicamente a una excitación consumada contra la piedra y el mármol. Un breve encuentro en el que los enamorados están condenados a separarse casi inmediatamente, cuya voluptuosidad romántica y juvenil se lee casi como una declinación gótica de “Antes del amanecer” (Richard Linklater, 1995).
Leyendo “Alguien camina sobre tu tumba” uno aprende detalles de la vida íntima de Enriquez; como un diario sin impudicia, solo con las afinidades y aversiones que resultan justas e iluminadoras. También descubre la historia subterránea de lugares y personajes ilustres (como el tormento necrófilo de Eva Perón: un cadáver “con toda la muerte al aire”). Pero, sobre todo, este conjunto de deambulaciones sirve para comprender mejor las ficciones de su autora. Los espacios de muerte se integran en la cotidianidad de Enriquez de un modo similar a su forma de concebir el terror y lo monstruoso: no como una brecha en los compartimentos de lo real, sino como algo que, de un modo u otro, siempre ha estado allí, y con lo que sus personajes, en ocasiones, deben aprender a convivir. ∎